HABÍA UNA VEZ UN GLITCH: POR UNA ESTÉTICA DEL ERROR Y LA DISTORSIÓN VOLUNTARIA

Cuando un príncipe que pasa por allí pregunta quién es ella,

ella contesta simplemente, al no tener otra contestación que ofrecer,

soy lo que hiere.

Robert Coover, Zarzarrosa

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Glitch City: el mapa y el territorio

Le sorprende descubrir lo fácil que es. Las zarzas, esos alambres de púa orgánicos que rodean al reino durmiente, se abren como muslos ansiosos de alguna promesa de sexo y felicidad. Entre la bidimensionalidad del paisaje, la definición espuria de una tableta gráfica en desuso, las torres del castillo asoman, en punta, erectas, intentando acariciar ese cielo artificial y esperando que alguien, un forastero como él, las escale y las domine. Su espada afilada está manchada pero solo es sangre de píxel. Aunque las pantallas de este videojuego tienen la misma verosimilitud que las playas doradas con mares en paleta de turquesas y palmeras perfectas de la sala de espera de un dentista, él las sigue atravesando: nada lo puede desafiar más. Es un príncipe azul y a un héroe como él nada lo puede espolear más que la promesa de contribuir con otra leyenda exagerada.

 

Aunque la verdad es que él hubiera preferido perseguir el vellocino de oro, el santo grial, o cortar la cabeza de alguna ninfa violada antes de ser convertida en un monstruo. Pero los podios de la memoria colectiva de esas proezas ya estaban ocupados por otros héroes. Sabe que tampoco será él el único príncipe en esta historia. Su creadora nunca le ofrecería esa posibilidad. Sin embargo, otra cosa lo perturba. Acaba de atravesar un presunto hueco en el muro del castillo que en realidad no existe. Justo a unos pocos metros de la caseta del guarda, que también duerme bajo el hechizo narcoléptico de un hada resentida. A ese fallo técnico en el paisaje lo llaman «Glitch City». Los ladrillos que forman el muro aparecen pixelados. Entonces el príncipe se da cuenta de que está atrapado en una versión errónea del mapa, condenado al loop de una leyenda urbana de la comunidad gamer. Todo comenzó con el videojuego Pokémon de la primera generación de Gameboy. Pero esa es otra leyenda urbana nipona que al príncipe ahora no le interesa destripar. Al volver sobre sus pasos, la partida, este acceso heroico a través de las zarzas, se guarda en la memoria del juego. Pero el príncipe pierde siempre. Se ha guardado una versión corrupta de la misma. Game Over y ahora tiene que volver a empezar.

 

Comprobando con su propia experiencia la composición cíclica del tiempo, el príncipe vuelve al inicio y cruza las zarzas de nuevo. Esta vez avanza, continúa con su misión a pesar de los errores ¿voluntarios? dejados allí por su creadora. Le gustaría poder levantar la vista y hablar con ella. Interpelarla. Convencerla de que el café instantáneo con edulcorante combinado con copitas de Prosecco y vodka con limón no es un buen consejero para esta historia repleta de ansiedad, distorsión e interrupciones. Solo desea que su creadora lo deje alcanzar a él y a sus lectores la comunión con el trofeo prometido. Y cumplir así las expectativas del relato, el mito. Intuye que la aventura será abrupta, que habrá muchos más desvíos, interrupciones, distorsiones, interferencias, erratas funcionales no solo a esta historia, sino a una especie de atribulada guía turística sobre el arte glitch.

 

Pero él no solo es valiente, es un príncipe, ha protagonizado otras historias. Sabe que no existen los comienzos verdaderos. Había y no había una vez comienzan sus historias las cuentacuentos armenias. Dicen que aquí es donde empezó todo. Aunque también podría ser que no. No con un príncipe sino con un héroe más contemporáneo, un inventor de otras épicas. Cuenta la leyenda y repiten los filólogos en la lengua de Shakespeare que en su libro In Orbit, allá por 1962, el astronauta John Glenn utilizó por primera vez la palabra «glitch» para referirse a «un cambio repentino en la tensión de un voltaje eléctrico». A partir de ese momento, el sentido del concepto se viralizó a diferentes campos del error tecnológico en el prolífico terreno minado por los archivos dañados y los fallos de compresión. Todo comenzó con un hombre solo en el espacio escuchando a Dios en los crujidos de la estática eléctrica. Un héroe ante el caos del cosmos. Como esta historia. Metafísica del glitch. Teoría del fallo incidental. Apología del error buscado. Invocación del error que evita que algo, una función, un programa, se realice como debería. Tal como lo definiera acertadamente Kim Cascone en Las estéticas del error (2000), «el error se ha convertido en una prominente estética en la mayor parte de las artes de finales del siglo XX, recordándonos que nuestro control sobre la tecnología es una ilusión y revelando que las herramientas digitales no son tan perfectas, precisas y eficientes como los humanos que las construyeron».

 

Esta interrupción voluntaria de esa convención que el príncipe presume es su realidad, lo aguijonea con la duda, al igual que las zarzas eléctricas ­que se clavaron en sus piernas cuando intentaba acceder al castillo durmiente: ¿es esta otra interferencia absurda, metaficcional, posmoderna, de su misión? Lo sabe, intuye lo absurdo de su papel en esta historia pero algo lo empuja a seguir. Voluntad, deseo, ansias de gloria o ganas de ir al baño. Su creadora no lo sabe. Solo persigue el error involuntario. Así que deja que él se siga adentrando en la espesura, esta distorsión de sus expectativas no evitará que este cuento de hadas autoconsciente siga ocurriendo.

Acariciar una aguja: fallos voluntarios y espejos deformados

Ella duerme y sueña. Deambula por un castillo con candelabros dorados que iluminan los largos pasillos deshabitados. Los muros se han derrumbado y están invadidos por defectos y errores involuntarios. O no. Glitch City se lanza sobre ella  mientras la  princesa se confunde y se pierde en ese escenario pixelado bautizado por una comunidad de gamers y un astronauta. Sin embargo, esta experiencia vulgar de la distorsión, la corrupción de la tableta gráfica que determina el paisaje cotidiano de su inconsciente la ha empujado a comulgar aún más con su arbitrario futuro fijado por un hada impulsiva. Y decide seguir durmiendo. ¿Para qué interrumpir sus expectativas y las del lector? ¿Para qué distorsionar aún más su destino prefijado en la linealidad, la teleología narrativa, de finales comiendo perdices?

 

 

Sin embargo, el arte es esa masa inorgánica que fagocita todo lo que toca. Hasta un desvío frustrante de la tecnología. O de una historia. Mientras intenta conciliar el sueño, la princesa sospecha que esas fallas en la cartografía del videojuego/relato repetitivo y en bucle en el que está atrapada son intencionales y manipuladas. La estética glitch irrumpe en su fantasía con su comportamiento inapropiado, como un fantasma chocarrero. Quizás prefiere estos errores, estos fallos. Quizás la irrupción digital en el mundo físico cambie la dinámica aplastante que la condena a repetir  la misma aburrida conducta pasiva una y otra vez. Quizás el arte glitch sea como acariciar  la aguja pero sin pincharse. O pincharse y dibujar símbolos mágicos con la sangre para conjurar el cumplimiento del hechizo. Abrazar el error. Encarnar el fallo, hacerlo propio. Transformarlo, performarlo, subvertirlo. Como Nam June Paik o Gerard Richter, los pioneros del errorismo en la era digital, ella sabe muy poco de ingeniería informática. Y si supiera, eso sí que no sería un glitch en esta historia sino un agujero de gusano que nos enviaría a otros multiversos con princesas que hacen arte glitch. Sin embargo, por ahora, nos quedaremos en este mundo.

 

 

A pesar de que se popularizó en la década de los ochenta, con la masificación y el uso doméstico de las videoconsolas, los VHS y las primeras computadoras personales, la estética glitch se consolidó gracias a la contribución de la escena artística de principios de los noventa. El caldo primordial en que colisionarían el mundo de los videojuegos y las galerías de arte. Las pantallas, esos espejos negros donde las brujas leen el destino, son ahora los oráculos de los artistas. Como los cuerpos de las princesas narcolépticas, se convierten en objeto de experimentación, de corrupción, de violación organizada y consensuada por el espectador. Como la obra de Cory Arcangel, que en su serie Plasma Screen Burn (2007) supo visualizar algunas claves de esta tendencia. En esta serie se evidencia que el plasma, como los antiguos televisores, es una tecnología de pantalla basada en el fósforo. Debido a su desgaste desigual, si se deja una imagen estática en la pantalla durante demasiado tiempo, esta puede terminar creando un fantasma de sí misma. Como el fósforo de los huesos de los animales muertos. El mayor potencial de este fallo técnico se produce con las imágenes de alto contraste, como un texto brillante, fosforescente, sobre un fondo oscuro o negro, porque algunos píxeles se apagan completamente mientras que otros se encienden, dejando una fosforescencia fantasmal en la pantalla. Como la luz mala.

 

 

Las pantallas, esos espejos negros, acechan a nuestra princesa por los pasillos vacíos, con promesas de felicidad y juventud eterna robadas a otras hadas, brujas desesperadas de otros cuentos de hadas. El glitch no es remix pero se puede combinar y descomponer. Y la princesa sabe que a su creadora le gusta la adrenalina que le imprime a su cuerpo la improvisación. Así que al igual que las decenas de príncipes que han pasado a visitarla durante los últimos cien años, ella se deja hacer.

 

 

Cuando los espejos negros se encienden dejan escapar, como la caja de Pandora, otros fallos, otros errores, otras distorsiones de esta historia. Allí, en los pasillos abandonados de un castillo pixelado, solo cuelgan cuadros dejados al paso del tiempo y la desidia. Pero no  representan los símbolos de la heráldica caduca de la familia de la princesa durmiente. Están deformados, manipulados como las piezas glitch de Sabato Visconti, Mathieu St-Pierre o Leonardo Suozzo. No son retratos de ella o su familia sino de personajes inexistentes, igual que en la torturada mente de su creadora. Son fotografías superpuestas a un texto, imágenes dislocadas con todo tipo de distorsiones imposibles. Con esa combinación abrupta de colores disonantes parece que con estos gráficos erráticos los espejos quieran forzar el portal del tiempo e intentarán devolver a la princesa a la pesadilla de los ochenta, a los gráficos arcaicos de máquinas recreativas. «Arcade. Sus esporas han comenzado a esparcirse entre el reino durmiente», le susurra alguien que no es el príncipe a los oídos.

 

 

Imágenes que pueden representar para el lector un simple borrón o un retorno voluntario al imaginario digital más primitivo. Son rostros descompuestos en miles de fragmentos, píxeles. Caras borradas por el polvo acumulado en una montaña de cien discos duros. Como los años que lleva la princesa durmiendo en este castillo infranqueable. Y, encima, sin bañarse. Como cientos de discos duros que necesitasen una buena limpieza, así son los rostros y los  lugares remotos que estos artistas del glitch crearon y donde, al igual que la resignada princesa, por nada del mundo nos gustaría perdernos.

 

 

Apuñalada una y otra vez, por un fallo planificado a traición, ese huso, esa aguja que a falta de nombre llamamos «prácticas artísticas contemporáneas» la sume en una tranquilidad parecida al aburrimiento. Una eterna narcolepsia. Empalagada de puestas en abismo y metaficción posmoderna, la princesa mira a su creadora a los ojos y le ruega que la devuelva a su zona de confort y la vuelva a dormir.

 

Nostalgia narcoléptica, espectros y otras distorsiones

Luego de atravesar de nuevo las zarzas, y trepar hasta lo más alto de la torre donde se encuentra la princesa, el príncipe entra en los aposentos reales, apartando las espesas y polvorientas telarañas de un siglo entregado a la lujuria y los experimentos con la electrónica y el advenimiento de la era digital. Ella duerme tranquilamente. En su rostro no hay ninguna señal de las pesadillas de las aspiraciones plásticas de los artistas del glitch y su nostalgia del imaginario digital primitivo. Arqueología mitológica de Internet. ¿Quién se animará a llegar al fondo de esa caverna? El monstruo no estaba durmiendo. Estaba mutando. El príncipe no lo sabía. Su creadora tampoco. Están advertidos.


El príncipe la contempla. La respiración de la princesa es tranquila, ajena a lo que sucede en su entorno. Desde el pasillo lo alcanza un ritmo asonante, sin melodía, con ecos ancestrales, minimalistas, industriales. Noise. Cacofonías emitidas por máquinas embrujadas de una época ajena a la de nuestro héroe. Se asoma al pasillo y ve los retratos/pantallas/espejos negros metamorfoseándose. En un último gesto desesperado los cubre con sábanas. Entra de nuevo al cuarto de la torre y cierra la puerta. Pero a sus espaldas el imaginario espectral de la descomposición, la dislocación y el fallo tecnológicos siguen allí. Lo esperan. Como algo que en su cabeza no dejara de repetir error, ellos lo acechan. Son fantasmas de las pantallas, son pacientes e inevitables como el final de un cuento de hadas.


Desesperado por huir de allí, el príncipe sacude el cuerpo de la princesa con violencia, intenta despertarla pero ella no responde. Su narcolepsia, ese sueño de un siglo encantado, esa renuncia a despertar encarna la nostalgia del imaginario digital primitivo. La tiene secuestrada y anima su desistimiento de afrontar la realidad del presente y la posibilidad de un futuro. Algo amenazante se cierne sobre la superficie de su cuerpo. Un espectro asciende sobre ella. Como un ectoplasma digital. Un hormigueo visual que no para y cansa la vista. Un efecto especial de serie B de los ochenta. El príncipe se palpa la espada aunque sabe que es solo un acto reflejo. Ha visto esto antes. Poltergeist. Sabe que no es muy original pero es solo lo que su creadora pone en su cabeza ahora. Esto no es un glitch, solo un giro autoconsciente un desvío de la historia. Eso es lo que más asusta al príncipe. Esto sí que es inesperado hasta para su creadora. La princesa no solo es víctima de la ideología de los relatos sino de la retromanía, esa compulsión posmoderna, el síntoma del fin de la historia. Entonces nuestro héroe se deja dominar por el miedo. Camina hacia atrás, hasta la ventana por donde entró. Pierde el equilibrio y se cae por la ventana desde lo alto de la torre. Esto es un fallo imprevisto del relato pero no nos haremos cargo de redireccionarlo de manera lógica y causal. Solo diremos que fue una caída fatal. Con mucha sangre. El príncipe murió. Punto pelota.


La carcajada de una bruja interrumpe esta escena dramática. Ella pasea por los pasillos del castillo durmiente arrancando las sábanas con que el príncipe tapó los espejos. Mirror, Mirror, les susurra de cerca, invocando la manifestación absoluta de una belleza que no es la de ella. No,  esas superficies negras, esas pantallas condescendientes fueron corrompidas por las posibilidades del net art que domina la escena glitch actual. La bruja entra en el aposento real y le acomoda las almohadas a la princesa. Acto seguido abre su Mac Book Air y con una combinación mágica de comandos hace que el ectoplasma digital que vela el sueño de la princesa se esfume. Y empieza a contarle una historia sobre interrupciones, desvíos, corrupción, errores voluntarios y otros fallos inducidos en archivos digitales como el humilde documento en Word que hizo posible este texto. Entre sueños ligeros, en la duermevela, la princesa sigue escuchando: «Circuit bending: tus cantos y conjuros han hecho mucho daño», le murmura la bruja a sus oídos.


 La bruja se asoma a la ventana de la torre e intenta leer el futuro en las vísceras, los archivos dañados del cuerpo ahora pixelado del príncipe. Invocando nuevas formas de belleza y estéticas imposibles a partir de lo que no debería estar ahí. Ese cadáver representa una señal distorsionada o una falla en el sistema, irrumpe en el circuito edulcorado de los mitos y las leyendas para hacernos percibir que hay un sistema detrás y una transmisión de señales artificiales, las cuales generalmente creemos son parte de una realidad meramente aleatoria y sin trasfondo. La bruja no dialoga con la creadora. No le hace falta. Sabe que ella también quiere que la princesa aprecie los  fallos cometidos hasta por las máquinas más perfectas como los cuentos de hadas. Esas versiones corruptas durante la transmisión de la información, que desactivan el mensaje original y las obligan a las tres, la creadora y sus personajes, a abrazar el caos y encarnar así el valor artístico del error.