«DAVID BOWIE, POSTHUMANISMO SÓNICO» DE RAMIRO SANCHIZ: PRÓLOGO A LA EDICIÓN ARGENTINA

FEDERICO FERNÁNDEZ GIORDANO

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El siguiente texto fue publicado como prólogo a la edición argentina de David Bowie, posthumanismo sónico, de Ramiro Sanchiz (Buenos Aires, ArteZeta, 2020).  

A veces pienso que Ramiro Sanchiz y yo fuimos afectados por un virus. No me refiero al virus de sobras conocido, el que se propagó hace poco por el mundo y cuyas consecuencias seguramente serán incalculables, sino a otro tipo de virus que tiene que ver con la literatura y los loops en el tiempo. Con eso que Sanchiz, y los ideólogos del realismo especulativo en sus ratos más cool, llaman el «contagio con el afuera».


En una serie de artículos publicados por Sanchiz en la revista argentina ArteZeta, y que él mismo ha calificado como parte de un work in progress escritural, aparecía la noción de «virus-Cth»: un virus literario que se refería, como es obvio, a la capacidad de los relatos de H.P. Lovecraft para infectar la literatura (y más específicamente, la «alta literatura»);[1] una suerte de virus weird mediante el cual el propio Lovecraft sería el causante de una pandemia aliteraria global, o como mínimo su vector. La idea, según me contó Sanchiz, partía de los comentarios del propio Michel Houllebecq en su libro dedicado al autor de La llamada de Cthulhu; pero también Alan Moore, para referirse a la manera en que el Necronomicon impacta sobre quienes lo han leído o siquiera oído hablar de él, denominaba a dicha interacción con el libro infernal de Abdul Alhazred como un «contagio». Hace un tiempo, Neal Stephenson también jugó con la idea de un «virus del lenguaje» en su famosa novela Snowcrash, y el propio William Burroughs sería otra referencia clásica («el lenguaje es un virus del espacio exterior») que encontraría su versión cíber en las apropiaciones lovecraftianas del CCRU y el «virus-K» de Nick Land. La cuestión de la transmisión por contagio, por tanto, resulta interesante por cuanto constituye un ejemplo de cómo ciertas entidades alien no solamente amenazan la seguridad humana desde un afuera imprevisible o inespeculable, sino que, de hecho, atraviesan las barreras y saltan de una especie a otra (del mosquito o el roedor al humano); de un lenguaje a otro (de la literatura «de quiosco» a la «alta literatura»); de un medio a otro (del folletín o revista pulp al hipertexto virtual); y, en última instancia, de un código a otro (de lo estrictamente literario a lo epistemológico, de lo biológico a lo artificial, etc), desdibujando, por supuesto, dichas barreras en el proceso y generando nuevos paradigmas.


Esta capacidad de generar nuevos paradigmas nos confronta con la irrupción de lo impensable. Con aquello que la filósofa australiana Amy Ireland llama «alienidad»; una xenofilia, en el mejor de los casos, que, aunque tiende a vincularse con el reino de la fobia y el espanto, acontece también en los espacios del deseo alien (a saber, un deseo por lo que no tiene forma). El «ritmo alien» llega del exterior y nos da vuelta como un guante, con sus propias síncopas deshumanizadas y sus propios códigos artificiales, pero que sin embargo nos poseen por alguna razón que a priori no sabríamos explicar. Literalmente, es en esos momentos cuando el «futuro» hace acto de presencia en nuestra realidad, contaminándola con un nuevo orden hasta entonces impensado. Lo que, retomando la anécdota que relataba al principio, nos devuelve a lo que quería contarles sobre cómo fuimos infectados.   


Lo primero que hay que decir sobre la acción de los virus es que tiene la capacidad de modificar a sus «presas» de un modo u otro. O bien mueres, o bien quedas inmunizado, o bien queda instalada una alteración celular que reprogramará a las futuras células, a los futuros pensamientos, a las futuras interacciones con el mundo. La irrupción del virus es por tanto antes que nada una manera de modificar la percepción y la imagen que tenemos del mundo, una alteración en nuestra manera de entenderlo, comunicarlo o encarnarlo. Es, a la vez, un (co)lapso en el lenguaje y una máquina del tiempo, una máquina que fabrica nuevo tiempo.


Cuando recuerdo el momento en que todo cambió para mí, puedo constatar, no sin cierta preocupación, que la infección tuvo lugar en un momento concreto, perfectamente verificable (podría afirmar incluso el día y la hora, entre otros detalles prosaicos), lo que reviste a todo el asunto con una mística sospechosa del acontecimiento. Uno puede recordar el día que se contagió de paperas, o la última vez que agarró un buen catarro, nada de extraño hay en ello; pero no se puede recordar todos los pequeños contagios que sufrimos a lo largo de la vida como no se puede pensar la totalidad de un mecanismo complejo. Las infecciones son partes de una máquina. Y cuando uno es infectado (de manera consciente o no) por esos virus que operan sobre el ADN del lenguaje y el tiempo, ah, entonces ocurren cosas. Se comienza a escuchar música extraña; se comienza a caminar con un balanceo insectoide; se comienza a vestir prendas de colores estridentes o negro riguroso; se comienza a trazar mapas psicogeográficos e inventar ciencias plutónicas, moviéndose por la ciudad en agujeros de gusano… El virus del futuro es un caso ejemplar de contrainvasión que viene del afuera, y consiste particularmente en una contrainvasión dirigida hacia todo lo humano (es decir, hacia todo lo que dábamos por aceptado en nosotros mismos). El futuro es un afuera de lo humano en tanto que proviene de una instancia no geométrica y no lineal (en el sentido de una temporalidad que avanzase siempre «hacia adelante»), situada en los bucles y contradicciones que ponen a prueba el sentido aporético. Como dicen los quechuas de Ursula K. Le Guin: el futuro se encuentra «a nuestra espalda».


Los aliens están aquí.


En 2018 llega un e-mail, o un mensaje: ¿estás ahí? Ecos en la cámara iónica.[2] Proliferación, correspondencia, propagación. El intercambio patógeno no cesó desde aquellas charlas con Sanchiz. Hacía poco que yo había lanzado un proyecto editorial, ese que fue producto de una infección alienígena, y en nuestras conversaciones de aquellos días, en una serie de e-mails que luego devendrían en comunicaciones transatlánticas constantes, creo que rápidamente tuvimos la impresión de que íbamos tras la pista de lo mismo. Que es otra manera de decir infección. Han pasado casi tres años desde entonces, y la comunicación a distancia con Sanchiz no ha disminuido un ápice todo ese tiempo, sino que se multiplica y aumenta de un modo poco habitual. Sanchiz era un agente enviado del espacio exterior, un alien, un terminator. Un explorador del afuera.


Ya habrán podido adivinar que el sentido de este prólogo orbita en torno a la figura del virus del futuro, el mismo virus que hace tan fascinante al propio Bowie. Virus del futuro es otra forma de decir «virus del afuera», o «contaminación con el afuera». Ese contacto con el afuera nos acecha, a la vez que nos constituye desde dentro: en la formación de alianzas simbióticas y no-humanas que se dan en nuestro organismo; en los procesos moleculares de los que no somos conscientes; en el trasvase genético entre especies… Pero también, y esto es lo más relevante aquí, en la manera en que habitualmente silenciamos una parte de nosotros mismos que tiene que ver con la mutación, con la metamorfosis, con los devenires de la identidad, con la metabólica volubilidad del sujeto y de las categorías trascendentales con las que obstinadamente ordenamos el mundo. Y no hace falta decir que ese mecanismo, el de estar abiertos a perpetuidad a una exterioridad y al discurrir alien de la xenofilia, constituye un paradigma que desde siempre ha sido estigmatizado por la alta cultura. El psicoanálisis lo llamaría «represión» o «histeria», y entre el vulgo se lo experimenta como un ancestral menosprecio hacia quienes cambian (de opinión, de fe, de afición o incluso de look). Porque la mutación desbocada y la multiplicidad del sujeto, en su relación continua con otros objetos y sujetos a su vez dinámicos y cambiantes, es aquello que va contra los pilares básicos necesarios: la familia patriarcal, el respeto a las tradiciones, el culto a la personalidad y la singularidad, la interioridad del yo… En definitiva, los pilares necesarios para sostener la idea de lo humano. Y ya que hablamos de la personalidad y la singularidad humanas, uno de los momentos más antihumanistas de mi vida fue cobrar conciencia de que yo no era distinto entre los demás. Leer La metamorfosis de Kafka a los diez años no basta para entender esto. La infancia, de hecho, es el momento canceroso en el que absorbemos todos los odios encarnizados, las pasiones viscerales, las respuestas irracionales hacia lo extraño y lo extranjero, la filiación a una matriz arbitraria y antropoide. Desprenderse de esas cosas, sin duda, es algo que muy pocos hacen, pero también es, si me lo permiten, una forma más provechosa de marcar la diferencia en nuestras vidas (ya no la obsesión por ser un individuo, con su personalidad indivisible y sus rasgos únicos e intransferibles, sino ser otra cosa: una articulación, una multiplicidad, una interfaz…). Mandar sondas, explorar, articularse con y dejarse infectar por ese espacio del afuera, por más que nos hubieran enseñado que nunca debíamos internarnos en el bosque si no era con el hilo de Ariadna de la razón, la Ley y la ciencia (con la circuitería, para decirlo en términos landianos, que constituye nuestro software antropomórfico).


El devenir-máquina y el devenir-animal, esos conceptos deleuzoguattarianos con los que estamos familiarizados (y, por qué no decirlo, también un tipo de virus), constituyen el ABC para los exploradores del afuera y que tienen a su ejemplo máximo en la figura del metamorfo (que cambia de forma); una figura peligrosa y perturbadora, pero aun así integrada como una excrecencia indigerible en la arena cultual hegemónica. La figura del transformista y el metamorfo, el transgénero y el explorador de los límites binarios (genderfuck), no es en realidad una categoría integrada sino una erupción vírica dentro de la inmunoseguridad humanista, una irrupción del afuera. Como el virus que salta de una especie a otra, o el gen que se enlaza y acopla con las cadenas de ADN exógenas, la cualidad metamórfica y cambiante de la «entidad Bowie» podría ser una vía tan válida como otra para desmontar los axiomas y prejuicios de la razón homeostática (aquella que quiere que nada cambie), así como para llegar a los postulados del posthumanismo crítico; pero Bowie también es una de esas entidades apasionantes para propios y extraños, por estar en estrecho contacto con la evolución de la cultura pop a lo largo de cuatro décadas de trayectoria artística, por constituir un mapa de loops. Yo no soy un verdadero experto en la obra de Bowie, siempre fui «más de Lou Reed», como se suele decir; por alguna razón (esto es, en mi época anterior al contagio), siempre me había sentido más atraído por los músicos introspectivos y cerebrales, no performativos. Pero para mi sorpresa, era precisamente ahí, en esa cualidad performativa y hasta histriónica de Bowie, en su cualidad casi anti-musical (lo que, en la tradición musical en la que yo me cultivé, vendría siendo lo contrario del «solista virtuoso»), donde residía su importancia en términos posthumanistas. Y lo primero que llama la atención en el ensayo de Sanchiz es que su aproximación a Bowie  no es una aproximación musical, sino estrictamente performativo-especulativa. Por ello, en las páginas de David Bowie, posthumanismo sónico, no sólo el fiel adepto de la música y el legado de Bowie encontrará asombrosos retos intelectuales, sino que además la figura del cantante va a reafirmarse como una referencia ineludible de ese momento de transición cultural hacia lo desconocido que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX, con la irrupción de los sintetizadores y el futurismo dentro de una industria (la musical) que hasta entonces se había caracterizado por la búsqueda de la «autenticidad». Viene a la mente, y no por casualidad, el ensayo aceleracionista de Kodwo Eshun sobre la negritud-alien y el afrofuturismo, un libro que podríamos situar en paralelo con el posthumanismo sónico de Sanchiz, pero también otras conexiones musicales de las que el autor dará cuenta en su texto, las poluciones posthumanas del tecno y el glam rock entre bandas pioneras como Suicide y Kraftwerk, o los mismísimos Sigue Sigue Sputnik que durante su fugaz y meteórica existencia atisbaron un futuro posthumano rociado de drogas y ciberpunk. Encarnar con el propio cuerpo-texto las basculaciones de la identidad es un (no tan raro) privilegio reivindicado por la teoría queer y feminista, por los colectivos sociales y los movimientos estéticos a la vanguardia; y, en realidad, es el propio Sanchiz quien viene acometiendo desde hace años una empresa literaria siempre cambiante, multifacética y polimórfica, con sus novelas que se mueven entre la metaficción y la teoría-ficción, entre la ficción especulativa y la ciencia-ficción, en un prodigioso proyecto literario que se vertebra desde la mutación y el contagio, o desde el texto entendido como corporalidad. Tal vez sería momento de hablar de una suerte de «virus-Sanchiz» (y juro que yo lo he experimentado), si no fuera porque la propia autoría es uno de los valores que el posthumanismo sónico pone en entredicho. No en vano, el lector familiarizado con la obra de Sanchiz sabe que ya desde el inicio estábamos ante un autor que se mueve con naturalidad en el juego de identidades y reflejos, en las bifurcaciones laberínticas y la seudonimia que articulan su obra narrativa en paralelo con la de su alter ego Federico Stahl, del que, en la más pura tradición hipersticional, el propio Sanchiz sería su epifenómeno. Transición entendida como transformación, y no tanto entendida como linealidad, sería la clave maestra de una comprensión de la literatura como la de Sanchiz, entendida como literatura de literaturas, y que por ello mismo se desarrolla en un movimiento viral y rizomático; una pluralidad de formas que tiene su eco en los muchos intereses y actividades de nuestro autor, no sólo como novelista y crítico literario sino también como melómano y crítico musical, como incisivo analista cultural de los que van siempre varios pasos por delante de todos nosotros. Los análisis de Sanchiz llegan del futuro. Como Bowie. Es esta una cualidad propia de los exploradores, la de trabajar siempre como avanzadilla, y que por eso mismo nosotros, sus lectores, debemos atender con urgencia.


Barcelona, marzo de 2020

FEDERICO FERNÁNDEZ GIORDANO

 

 

 

Notas

[1] Esta idea ha sido desarrollada por Ramiro Sanchiz en «La rebelión de los shoggoths», Cíborgs, zombis y quimeras: La cibercultura y las cibervanguardias, Federico Fernández Giordano, ed., Barcelona, Holobionte, 2020, pp. 377-396.

[2] Virginia Barratt, «Señores del tiempo ciberfeministas», en Op. cit., pp. 193-198.