escribir después de la muerte del sentido
POR R. scott bakker
Durante siglos la ciencia ha estado haciendo visible lo invisible, revolucionando nuestra comprensión y nuestro alcance sobre los dominios tradicionales de conocimiento. Prácticamente todos los fantasmas especulativos han sido exorcizados o «desencantados» de nuestro mundo, y ahora, por fin, la insaciable institución empieza a hacer visible lo humano por lo que es. ¿Somos el último gran engaño de la antigüedad? Esta mole humeante del humanismo, ¿es más bien un artefacto de nuestra ignorancia que de nuestra perspicacia? Hay muchas razones para pensar que así es, y, a medida que las ciencias cognitivas se adentran cada vez más en las circunvoluciones biológicas, el «peor de los casos» imaginable no hace sino asomarse más oscuramente en nuestro horizonte. Ser escritor en esta época es estar preparado para esta paradoja; implica comerciar con modos comunicativos profundamente anclados en nuestras nociones de autenticidad, pero que a la vez se encuentran en vías de ser desmanteladas (o más aún, simuladas). Si escribir es el acto de hacer visible, de comunicar una humanidad reconocible, ¿cómo proceder en una época en la que todo aparece iluminado con la luz de lo inhumano? Todas las revoluciones requieren experimentación, pero con demasiada frecuencia la experimentación se convierte en circuitos cerrados de producción y consumo socialmente inertes. Me gustaría argumentar que la revolución actual requiere herramientas culturales que aún no poseemos (o no sabemos cómo usar), así como un tipo de sensibilidad que las élites culturales actuales sólo pueden considerar como un anatema. Escribir en el siglo XXI requiere abandonar nuestro pasado contemplativo y ver la «literatura» como una praxis en un momento de crisis sin precedentes, como un «protocolo de intervención cultural». Más importante aún: escribir después de la muerte del sentido significa comunicarse con lo que de hecho somos, y no con las innumerables ideas arrogantes de una tradición obsoleta.
Por supuesto, todos reconocemos el potencial revolucionario de la tecnología y la ciencia que la hace posible, por lo que, de algún modo, cabría esperar que la ciencia fuese capaz de rehacer radicalmente todos esos dominios tradicionales que caen dentro de su jurisdicción. Asimismo, todos podemos apreciar que el ser humano es sólo uno más entre esos dominios. Todos podemos darnos cuenta de que se está gestando algún tipo de revolución…
La única pregunta real es: ¿cuán radicalmente puede rehacerse lo humano? En este punto es donde todo el mundo difiere, de maneras bastante predecibles. Sin embargo, independientemente de la posición que adoptemos, ya estamos diciendo algo sobre el estatus del pensamiento humanista tradicional. La ciencia convierte en mito las afirmaciones ontológicas tradicionales, relegándolas a la historia de las ideas. Y, por esta regla de tres, deberíamos suponer que la ciencia también convertirá en mito las afirmaciones ontológicas tradicionales concernientes al ser humano. Suponer que las afirmaciones ontológicas tradicionales con respecto a lo humano no sufrirán el destino del resto de afirmaciones ontológicas en general, equivale a suponer que no todas las cosas son iguales cuando se trata de lo humano, y que, al menos en este dominio, los modos tradicionales de cognición nos estarían diciendo cómo son las cosas realmente.
Vamos a llamar a este polo de la argumentación excepcionalismo humanista. Cualquier posición que afirme o asuma que la ciencia no puede revolucionar esencialmente nuestra comprensión de lo humano estaría suponiendo que algo distingue a lo humano. No es sorprendente que, dada la naturaleza indeterminada de la materia —así como el carácter institucionalmente arraigado de las humanidades y nuestra propensión a racionalizar la presunción y los intereses propios—, la mayoría de los teóricos se encuentren ocupando ese polo. Existen, ahora lo sabemos, muchas formas de abogar por el excepcionalismo, y no hay intención de deponer las armas entre ninguna de ellas.
Una característica que tienen en común las distintas formas de excepcionalismo, creo que es justo decirlo, es la función que otorgan al sentido. Otra de ellas sería la confianza común en los descalificativos para vigilar los límites de su discurso. Cada vez que nos encontramos los términos «cientificismo», «positivismo» o «reduccionismo», desplegados sin ninguna consideración contra el humanismo tradicional, es casi seguro que estamos ante un discurso excepcionalista. Una de las grandes limitaciones de comprometerse con los diversos discursos del statu quo, por supuesto, es la poca frecuencia con que sus simpatizantes detectan los límites de su discurso, chocando así con la misma elocuencia y los mismos afectos chovinistas que hacen que todas las devociones dogmáticas se autoperpetúen.
Mi proyecto creativo y filosófico puede resumirse sucintamente como una crítica sostenida al excepcionalismo humanista; un deseo de revelar estas posiciones como los últimos intentos (y también los más difíciles de reconocer) por racionalizar intelectualmente lo que en última instancia no son más que concepciones comunes y corrientes, formas engañosas de diferenciar a la humanidad —cuando no a una parte concreta de ella— del resto de la naturaleza.
Quiero situarme en el polo más solitario del debate, el que dice que los humanos no son ontológicamente especiales en ningún sentido; y que, en consecuencia, debemos esperar que la revolución científica de lo humano sea tan profunda como cualquier otra. Toda mi trayectoria como escritor está comprometida con la argumentación de ese peor escenario posible, un futuro en el que la humanidad se encuentre tan desencantada (en la misma medida que desacreditada) como antes que ella el cosmos.
Sin duda comprendo por qué el polo de mi posición es tan solitario. Sin embargo, una de sus virtudes radica en su capacidad para explicar su propia posición. Piénsalo. ¿Qué significa decir que el sentido ha muerto? Seguramente esto sea una hipérbole metafórica, o peor aún, un alarmismo irresponsable. Mis propias afirmaciones no podrían significar otra cosa, al fin y al cabo.
En mi opinión, el «sentido» va a ser objeto de una doble muerte: la primera teórica o filosófica, y la segunda práctica o funcional. Mientras que la primera equivale a un profundo trastorno cultural comparable, digamos, con la teoría de la evolución de las especies de Darwin, la segunda tiene que ver con un profundo trastorno biológico, una transformación de nuestro hábitat cognitivo más profunda de lo que jamás ha experimentado la humanidad.
El «sentido teórico» simplemente se refiere a las interminables teorías sobre la intencionalidad que hemos acumulado sobre la cuestión de lo humano (más o menos, la suma equivalente a todo el pensamiento filosófico tradicional sobre la naturaleza que ha producido la humanidad). Y creo que esta forma de sentido está claramente muerta. La gente olvida que cada descubrimiento científico cognitivo equivale a una característica de la naturaleza humana que la propia naturaleza humana había pasado por alto. Básicamente, y como una cuestión de hecho empírico, somos ciegos a lo que somos y lo que hacemos. Al igual que las afirmaciones teóricas tradicionales que pertenecen a otros dominios, todas las afirmaciones teóricas sobre el ser humano descuidan la información que impulsa a las interpretaciones científicas. La cuestión es qué significa toda esa información naturalmente ignorada (en adelante, «INI»).
El problema que la INI plantea para las humanidades tradicionales es de alcance existencial. Si concedemos que la suma del conocimiento científico cognitivo es relevante para todos los sentidos del ser humano, se podría decir con seguridad que las humanidades tradicionales ya están viviendo en un crepúsculo de negación. La estrategia del tradicionalista, por supuesto, será subdividir el dominio y aducir argumentos y ejemplos que parecerían minimizar la relevancia de la INI. El problema con esta estrategia, no obstante, es que malinterpreta por completo el desafío de la INI. Las humanidades tradicionales caen bajo el ámbito de las ciencias cognitivas, y uno puede conceder que algunos aspectos de la humanidad no necesitan dar cuenta de la INI, pero eso no descarta el hecho de que toda nuestra cognición teórica de esos aspectos sí lo necesita. Y parece bastante obvio que es así.
La pregunta de «hasta qué punto debemos confiar en la “reflexión sobre la ciencia”» es sin duda una pregunta científica. Solo por poner un ejemplo: ¿Qué tipo de capacidades metacognitivas se requerirían para abstraer las «condiciones de posibilidad» de la experiencia? Y ¿qué tipo de capacidades metacognitivas se requerirían para generar descripciones verídicas de la experiencia fenoménica? Las preguntas a este tipo de preguntas influyen poderosamente en la viabilidad de nuestros métodos semánticos tradicionales para teorizar lo humano. En el peor de los casos, las respuestas a estas y otras preguntas relacionadas serían suficientes para desacreditar sistemáticamente todas las formas de «reflexión filosófica» que no tuvieran en cuenta la INI.
En otras palabras, la INI implica que el sentido filosófico ha muerto.
El «sentido práctico» se refiere a la funcionalidad cotidiana de nuestros hábitos del habla intencionales: la forma en que usamos términos como por ejemplo «medios», para resolver una amplia variedad de problemas prácticos y comunicativos. Esta forma de sentido permanece vigente, y seguirá siéndolo, solo que con grados de eficacia cada vez menores. Nuestros hábitos intencionales cotidianos funcionan sin esfuerzo y de manera confiable en una gran variedad de contextos socio-comunicativos, a pesar de descuidar sistemáticamente todo lo que la ciencia cognitiva ha revelado. Aportan soluciones a pesar de la escasez de datos. Y son procesos heurísticos, parte de un sistema cognitivo que está basado en ciertas variantes ambientales para resolver lo que de otro modo serían problemas intratables. Poseen ecologías adaptativas. Simplemente no podríamos arreglárnoslas si tuviéramos que confiar en la INI, por ejemplo, para navegar en los entornos sociales. Aunque, afortunadamente, no tenemos que hacerlo cuando se trata de una gran cantidad de problemas sociales. Mientras los cerebros humanos posean la misma estructura y capacidades, literalmente pueden seguir ignorando al cerebro a la hora de resolver problemas que involucran otros cerebros. Podemos saltar así a conclusiones en ausencia de cualquier información natural con respecto a lo que realmente sucede.
Pero, para decirlo con un chiste del tío Ben, una gran economía para resolver problemas conlleva un gran potencial para crear problemas. La heurística requiere que las diferentes características ambientales permanezcan invariables. Algunos insectos como las polillas usan la «orientación transversal» cuando vuelan en un ángulo fijo hacia la luna para guiarse. Las luces de nuestros faroles y porches, como es sabido, hacen que se pierda este mecanismo heurístico redirigiendo a las polillas hacia la luz artificial. La transformación de los entornos, en otras palabras, tiene consecuencias cognitivas dependiendo del camino que se tome. Eficiencia heurística significa vulnerabilidad dinámica.
Y esto significa que no solo se pueden cortocircuitar las heurísticas, sino que también se pueden hackear. Piensa en el una vez omnipresente «matamoscas». O en el caso de las currucas de caña, que representan uno de los ejemplos más dramáticos de vulnerabilidad heurística que se encuentran en la naturaleza. El sistema que utilizan las currucas para reconocer los huevos y crías es de tan baja resolución (es decir, tan económico) que otras aves como los cucos parasitan a menudo sus nidos, dejando huevos y polluelos de gran tamaño que matan a las crías de la curruca, pero que esta última alimentará diligentemente hasta la edad adulta.
Todos los sistemas cognitivos, en la medida en que están limitados, poseen por un lado un «Espacio de Choque» [Crash Space] en el cual se resumen todas las formas posibles en que el sistema podría fallar (por ejemplo, las luces de los faroles y los porches), y por otro lado un «Espacio de Engaño» [Cheat Space] que describe las formas posibles en que pueden ser explotados por los competidores (como en el caso de las currucas de caña y los cucos, o los moscardones y los matamoscas).
La muerte del sentido práctico simplemente se refiere a la creciente incapacidad de nuestros lenguajes intencionales para resolver de manera confiable los diversos problemas sociales que acontecen en hábitats sociocognitivos radicalmente transformados. Incluso mientras estamos aquí hablando, nuestros entornos se están volviendo más «inteligentes», más propensos a inducir una intencionalidad en circunstancias que a priori no las garantizarían. Muy pronto, estaremos rodeados de innumerables «pseudo-agentes», sistemas dedicados a hackear nuestro comportamiento, explotando el Espacio de Engaño correspondiente a nuestros límites heurísticos (a través de la INI). Combinada con tecnologías inteligentes, la INI ha transformado el hackeo de consumo en un vasto programa de investigación. Nuestros entornos sociales se están transformando, nuestro hábitat comunicativo nativo está siendo destruido, proporcionándonos herramientas que cada vez más nos harán sentir poca cosa.
Allí donde la INI deslegitima las explicaciones teóricas tradicionales del sentido (por medio de revelar los límites de la reflexión), también hace que la resolución práctica de problemas mediante hábitos intencionales (significado práctico) sea progresivamente más ineficaz, al habilitar la explotación industrial del Espacio de Engaño. El sentido ha muerto, en la misma medida que un programa de investigación de segundo orden; y, lo que es más alarmante, en la misma medida que un solucionador de problemas de primer orden. Este es el mundo en el que (y para el que) los escritores, los productores de sentido, se encuentran ahora escribiendo. ¿Qué significa la producción de «contenido» en un mundo así? ¿Qué significa escribir después de la muerte del sentido?
Esta es la pregunta más abierta que puede hacerse. Revela cuán radical está a punto de volverse esta coyuntura particular para el pensamiento humano. Todo es nuevo a partir de aquí, amigos. La pizarra está en blanco.
[Propondré las siguientes definiciones para organizar una posible discusión posterior]
Escritura post-posteridad
El creador ya no puede depender de la posteridad para redimir los excesos del grupo. Él o ella debe acercarse o arriesgarse a la irrelevancia y la hipocresía más absurda. La escritura post-semántica es una escritura posterior a la posteridad; la producción de narraciones para el presente en lugar de un mañana indeterminado.
Escritura de alta dimensión
El creador ya no puede pretender ser inmaterial. Y tampoco puede pretender ser algo material interactuando mágicamente con algo inmaterial. Es necesario ver la aparente falta de dimensionalidad inherente a todas las cosas «semánticas» como un producto de la incapacidad cognitiva, en vez de un producto de la excepcionalidad ontológica. Es necesario entender que los pensamientos están hechos de carne. La cognición y la comunicación son hechos biológicos, abiertos a la investigación empírica y a las explicaciones de alta dimensión.
Escritura del Espacio de Engaño
El creador debe sacar provecho de los Espacios de Engaño en la misma medida que debe revelarlos. La INI no es simplemente un recurso industrial y comercial; también es un recurso estético.
Protocolo de intervención cultural
El creador debe reconocer que ya es demasiado tarde, que los procesos en juego no se pueden detener, y mucho menos revertir. El extremismo es el enemigo aquí, es decir, el intento de instituir, ya sea a través de la simplificación coercitiva (al estilo del integrismo islámico, por ejemplo) o a través de la reducción técnica (como la vigilancia totalizada, por ejemplo). Todas ellas son formas orwellianas de higiene cognitiva.
R. Scott Bakker es un escritor canadiense de literatura fantástica, conocido por la serie de novelas Príncipe de Nada (2005-2007), The Aspect-Emperor (2009-) y Neurópata (2008). «Escribir después de la muerte del sentido» [Writing After the Death of Meaning] es un texto presentado en junio de 2015 en el proyecto de investigación Posthuman Aesthetics de la Universidad de Aarhus.