Todo «futuro» conlleva una exigencia sobre el presente. Esto es así ya sea en el nivel de la imaginación humana, o en el ámbito de la acción política o estética necesaria para llegar a su realización. Los futuros hacen explícitos los contenidos implícitos de nuestro propio tiempo, cristalizando trayectorias, tendencias, proyectos, teorías y contingencias. Además, los futuros mapean lo ausente dentro del presente, los presentes que nunca podrían llegar a ser realidad, los restos de los sueños pasados y los deseos vencidos. Los futuros son especulativos, libidinales, sugerentes y, quizá, finalmente inalcanzables.
En nuestro trabajo juntos hasta la fecha, y en particular en el «Manifiesto Aceleracionista» o en Inventar el futuro, quisimos establecer una orientación particular hacia el futuro como una condición de posibilidad esencial para una política de izquierdas renovada. Solo a condición de alguna clase de concepto de futuro puede nacer una nueva tendencia política programática, sistemática y, en última instancia, hegemónica. Y el estilo literario del manifiesto es, en cierto sentido, la encarnación de esa orientación futura. Trae consigo una forma particular de abordar las cosas: los manifiestos declaran, declaman y exigen, siempre en relación con algún futuro incipiente que espera que se haga realidad. La forma es, en muchos aspectos, generativa de su propio contenido. La aparente imposibilidad de certeza en el mundo político actual, y en particular en la izquierda política, hace que el manifiesto sea una curiosa manera de aproximación, dado que: ¿quién se atrevería a presentarse como un profeta y anunciar el nuevo mundo más allá de su alcance? Sin embargo, hacerlo es una necesidad (dolorosa), no por la certeza de este o aquel futuro, sino por la certeza de la persistencia neoliberal frente a la ausencia de intentos que se atrevan a ir más allá de lo reactivo y adentrarse en el registro de lo prospectivo. Dicho de forma más simple: debemos empezar a imaginar alternativas al presente, por torpes que estas sean, o que pongan en cuestión la vigencia de las perspectivas actuales.
En este contexto, las reclamaciones programáticas que planteamos en nuestros trabajos (automatización total, renta básica universal, reducción de la semana laboral y destrucción a gran escala de la «ética del trabajo») asumen un doble papel. Por un lado, pueden funcionar como una ficción heurística, lo que en otros lugares se ha descrito como una «hiperstición». En este sentido, su valor relativo de verdad (o su viabilidad) resulta menos importante que su capacidad para romper los prejuicios existentes, tabúes o sabidurías heredadas entre los diversos silos y segmentos de la izquierda política. Al plantear estas reclamaciones, podría surgir una orientación futura que, aunque no llegara a realizarse completamente, transformaría en la práctica el horizonte de la política de izquierdas. Por otro lado, hemos optado por presentar estas reclamaciones particulares y el futuro que conllevan (un mundo post-laboral) porque lo consideramos eminentemente factible y decididamente coherente. Es factible, precisamente, por la forma en que anticipa y avanza más allá de las tendencias materiales existentes (que corren hacia la gestión automática, la taskificación y la precariedad del trabajo), ante un contexto creciente de exceso de población, y por la evidente incapacidad de las sociedades neoliberales para generar la innovación y la rentabilidad que supuestamente están destinadas a consumar. El problema de la gestión automática y la planificación del trabajo, por ejemplo, es hoy algo ampliamente constatado y se espera que en las próximas dos décadas cambiará por completo el mundo del trabajo, tanto en aquellas economías que se encuentran en desarrollo como en las avanzadas. Estas reclamaciones también son coherentes en el sentido de que apuntan a la manera en que una tendencia, ya sea actual (como es el caso de la automatización) o pasada (como es el caso de las exigencias para reducir la semana laboral), puede cerrar filas con la otra y reforzarse mutuamente: progresa en cualquiera de estas reclamaciones y verás a las otras hacerse más posibles. En este sentido, el futuro hacia el que apuntamos es un concepto navegable, que habilita la construcción de un futuro coherente y posible en una época de transformación e incertidumbre.

Semejante noción navegable del futuro es necesaria si queremos avanzar más allá de las limitaciones que tiene la izquierda política actual. Es imposible resumir aquí la enorme cantidad de decepciones con las fuerzas políticas de izquierda que cobraron forma desde la década de 1980 hasta la de 2000. Sin embargo, lo que sí podemos señalar son las consecuencias de haber abandonado la idea del futuro por parte de la izquierda. Esto es así en primer lugar al nivel de los planes, los programas y las perspectivas. La izquierda (o las izquierdas) ha renunciado al territorio imaginativo-libidinal del futuro, y esto es verificable a lo largo y ancho de un campo entero de diferentes fenómenos políticos de izquierda, desde el colapso de los partidos socialdemócratas europeos, pasando por la sobrevaloración de la crítica hecha desde la política académica, hasta la reactividad generalizada por parte de campañas y activistas de la izquierda tradicional, siempre más dispuestos a prevenir y proteger contra las incursiones neoliberales en lugar de proponer y postular alternativas viables. En segundo lugar, asimismo, está la percepción más realista de que la capacidad de la izquierda para determinar o influir en el curso del futuro ha decaído. En términos prácticos, desde la década de 1990, las perspectivas de una izquierda capaz de alterar el rumbo de los grandes sistemas sociales, políticos, económicos y técnicos se han reducido drásticamente. En este sentido, el «futuro» ha sido abandonado por la izquierda no solo porque carece del deseo de construirlo, sino también por su hegemonía en declive, su relativa debilidad en el equilibrio de fuerzas. Estos dos aspectos están recíprocamente vinculados: así como el declive del poder hegemónico enflaquece la imaginación, el abandono de la mirada hacia el futuro limita de antemano las perspectivas de una actividad política práctica.
Paralelamente a este desarrollo político, parecía que la elaboración de las narrativas especulativas del futuro (y en algunos casos, el futuro mismo) había sido desterrada con la posmodernidad. Como decía la definición clásica de Lyotard, hemos hecho crecer la desconfianza en las meta-narrativas, y, a raíz de ello, la teleología histórica e incluso la creación de significado a gran escala se han derrumbado en una pluralidad inconcebible de micro-eventos fracturados y parcialmente superpuestos. Por supuesto, hay algo de cierto en estas afirmaciones, aunque, como aquí queremos resaltar, Lyotard se equivocaba al apresurarse a descartar la foto de grupo y la creencia de las masas en «el futuro». Lo que ha desaparecido es la fe en el futuro, en el sentido todavía más deprimente de creencia en un futuro mejor, mientras que las perspectivas distópicas que se avecinan (un futuro de hiper-neoliberalismo, superpoblación y catástrofes medioambientales) se vuelven cada vez más ubicuas. Términos políticos clave como «modernización», por ejemplo, han sido subsumidos casi por completo dentro del marco neoliberal. La modernización de una industria, un lugar de trabajo o una ocupación, hoy es sinónimo de privatización, subcontratación, aumento de precariedad y disminución de los salarios.
La tarea de elaborar futuros, tanto en el ámbito de las ideas como en el de la acción, podría considerarse casi como una típica cuestión modernista. Esto constituye un marco que respaldamos parcialmente; el énfasis del modernismo en el futuro, en la posibilidad de los logros humanos para determinar un futuro mejor, ciertamente no debe abandonarse. Sin embargo, debemos buscar una relación más compleja entre el futuro y la política que los cuentos de hadas teleológicos del marxismo hegeliano. La historia ha demostrado que es posible que veamos surgir reversos, virajes y colapsos como una forma constructiva hacia el florecimiento humano universal. Y asimismo el mundo es ahora más plural, menos unitario y, en última instancia, más complejo de lo que admitirían incluso las corrientes de pensamiento modernista. Por tanto, si bien creemos que la recuperación de ciertos aspectos del proyecto histórico modernista son facetas esenciales para la creación de un nuevo izquierdismo, a la vez esto nos impele a buscar algo parecido al transmodernismo de Fernando Zalamea: un universalismo sintético, dinámico, plural y revisable, pero capaz de momentos de universalización parcial. Desde este punto de vista, el futuro o los futuros pueden operar como agentes segmentados y parciales, motivando transiciones, traducciones y trasplantes, creando arreglos momentáneos y trayectorias coherentes dentro de un flujo más amplio. Los futuros, así contemplados, actúan como operadores complejos, invirtiendo y rediseñando campos preexistentes de ideología y organización.
Inventar el futuro era un intento por aunar una serie de perspectivas parciales en un proyecto más universal y hegemónico, un intento de hacer un argumento razonado sobre por qué un mundo del post-trabajo es necesario y posible en este momento, así como un esfuerzo por mostrar cómo esto puede intersectar en toda una gama de movimientos de izquierda diferentes. Para lograrlo, el libro funcionaba de manera distinta a la movilización emocional comúnmente asociada al género del manifiesto, pero no por ello dejaba de ser inequívocamente político. En definitiva, se trataba de un llamamiento para una política del post-trabajo construida para todos aquellos que se sientan atraídos hacia sus propuestas. Y también quisimos alejarnos del término de moda «aceleracionismo», en busca de un proyecto político duradero.
Artículo originalmente publicado en inglés en Dis Magazine, mayo-2016: http://dismagazine.com/blog/81975/what-is-at-stake-in-the-future-alex-williams-nick-srnicek/
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