sobre «VIDAMUERTE», EMERGENCIA ECOLÓGICA y políticas de descomposición
POR DOMINIC BOYER
I. EL LIBERALISMO Y LA EMERGENCIA ECOLÓGICA
Al borde de la emergencia ecológica, o tal vez deslizándonos ya por su pendiente, nos podríamos preguntar: ¿Qué fue lo que nos trajo aquí? Pero también «quién» nos trajo aquí. Porque nuestras manos estaban ocupadas con los cultivos y los carruajes cuando alguien tuvo la idea de extraer carbón e introducirlo en las máquinas, y después alguien cambió el carbón por el petróleo y así todos pudimos empezar a quemar y quemar combustibles fósiles hasta que el aire se llenó de dióxido de carbono y metano y mil compuestos más. Ya sea que queramos llamar a nuestra condición actual Antropoceno, Capitaloceno, o cualquier otra cosa, su modus operandi ha venido siendo una forma de pensar y actuar en la que algunos intereses humanos superan a otros intereses humanos, y en la que los intereses humanos superan a los del mundo no humano, el mundo llamado «naturaleza». De hecho, la naturaleza, según esta visión del mundo, es poco más que un conjunto de recursos al servicio de propósitos humanos como la «cultura».
Esta singular concepción de la naturaleza, como un objeto de manipulación y explotación por parte de la «cultura» humana, ha venido inspirando una corriente general de críticas en los últimos años, lo que llevó a Isabelle Stengers y Bruno Latour a reanimar el concepto de Gaia, y a Timothy Morton a pedir una «ecología sin naturaleza», entre otras ideas como «naturocultura». Más que desafíos ontológicos, estas intervenciones apuntan a la necesidad de una nueva ética que aprecie, como dice Donna Haraway, el «enredo simpoiético (…) del mundo terrenal y el desmundo». Dicha crítica, no obstante, aunque bien intencionada y precisa, parece como si hubiera llegado tarde al partido: el famoso «¡Oh, no!» justo antes de que el coche salga despedido por el acantilado, surcando un cielo lleno de consecuencias. Dependiendo de la masa, el ángulo, la velocidad o la gravedad, uno puede esperar que habría tiempo para un momento de Oh, vaya, tal vez deberíamos haber escuchado a los muchos humanos y no-humanos que nunca leyeron una palabra de filosofía continental europea, pero que sabían de todos modos que no existe un Punto de Arquímedes desde el cual los seres soberanos puedan observar, dirigir y controlar el mundo que los rodea de manera aislada. Y, si el modo de filosofía más inconveniente, ineficiente y mestizo (la antropología) nos ha enseñado algo, es que el mandato fundamental que orientó la mayor parte del comportamiento humano durante la mayor parte del tiempo humano nunca fue «conócete a ti mismo», sino más bien «conoce tus relaciones» (con tus parientes, con tu lugar, con tu red de vida, etc).
Al borde de la emergencia ecológica nos preguntamos: Si cambiamos ahora nuestros modos de vida, ¿habrá tiempo para cicatrizar las heridas? Cualquiera podría ser escéptico al respecto, y con razón, ya que en el Norte global seguimos teniendo tantos malos hábitos por desaprender. Pero yo me tomo en serio las palabras del filósofo Neshnabe Kyle Powys Whyte cuando advertía que las narrativas apocalípticas en realidad favorecen al colonizador, alentando una aceptación de la extinción por encima del mucho más arduo trabajo ético que consiste en restaurar las relaciones de confianza, consentimiento y prosperidad mutua en un mundo profundamente dañado. Necesitamos políticas de descomposición que deshagan la trayectoria ecocida que todavía nos arrastra a quienes vivimos hoy, y por otra parte políticas de recomposición dirigidas a restaurar la posibilidad relacional.

Qué, pero también quién. Una parte del trabajo de descomposición tiene que involucrar responsabilidad. Si hubiera juicios de Núremberg por la emergencia ecológica, ¿quiénes serían los interrogados, quiénes los testigos, qué sentencias serían adecuadas a los crímenes? ¿Qué lecciones podemos aprender para guiar la recomposición y evitar la repetición de los errores del pasado?
Aunque me gustaría tanto como a cualquiera ver a los ejecutivos de las grandes compañías de combustibles fósiles sentados en el banquillo, lo cierto es que son poco más que hongos crecidos en el tronco viejo y podrido del liberalismo europeo. El liberalismo predominante de hoy se proyecta a sí mismo como más amable, más inclusivo y más inteligente que los liberalismos del pasado; y en lo que respecta a la emergencia ecológica, asistimos a la lenta incorporación de los sentimientos ecoliberales en las políticas democráticas y liberales de todo el mundo. Pero no está claro hasta qué punto este ecoliberalismo incipiente y más suave está dispuesto a romper con las relaciones coloniales que codificaron y globalizaron los principios liberales europeos en su origen. Porque no es exagerado decir que el liberalismo nació como la expresión ideológica del extractivismo colonial. Donna Haraway y Anna Tsing, entre otros, han argumentado de forma convincente que el Plantacioceno colonial (con su organización violenta y la desposesión de seres humanos y no-humanos), fueron un crisol y un acelerador de la modernidad europea (incluidas las nociones liberales de libertad y propiedad), junto con el capitalismo transnacional. El liberalismo de John Locke, la Ur-forma que inspiró tanta elaboración y popularización a lo largo del siglo XVIII, sostenía que la propiedad está anclada en el control sobre la productividad de los cuerpos, más conocida como trabajo. El trabajo y la propiedad son mejorados por la razón y la industria (léase: tecnología), y así, quien tiene mejor razón y mejor tecnología tiene también el derecho divino de despojar a los que tienen menos. ¿Se puede imaginar una coartada mejor para la primera ola de colonización europea?
No me malinterpreten. Escribiendo a finales del siglo XVII, Locke no fue el responsable de poner en marcha la colonización. Colón había llevado consigo plantaciones de azúcar de caña tras su segundo viaje al Nuevo Mundo en 1493; y había prototipos de plantaciones operadas por esclavos en São Tomé, listas para la expansión hacia el oeste, en el año 1500. Locke simplemente codificó en principios y discursos filosóficos los hábitos y relaciones extractivistas que ya se habían formalizado, a lo largo de casi dos siglos, en los campos de exterminio del Plantacioceno: libertad y propiedad para unos pocos; miseria, trabajo, despojo y muerte para muchos. Y no se trata solo de Locke, sino de todas las obras clásicas del liberalismo, con sus discursos vacíos sobre las libertades y los derechos –por ejemplo, Del espíritu de las leyes de Montesquieu (1748), Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres de Rousseau (1755), La riqueza de las naciones de Adam Smith (1776), Los derechos del hombre de Thomas Paine (1791), La paz perpetua de Kant (1795)−, surgidas en una época en que la práctica asesina de la esclavitud transatlántica aumentaba sin cesar para beneficio de las «comodidades de la vida» europea.
Como han dicho con acierto Haraway y Tsing, el Plantacioceno colonial permanece todavía con nosotros. En sus reflexiones sobre el epítome de la sucropolítica de las plantaciones coloniales (Haití), Rolph Trouillot nos recuerda que el pasado no es una simple parte del mobiliario, sino una posición. El liberalismo al estilo de Locke es, por tanto, menos un fósil histórico que una capa de suelo que continúa alimentando los tallos y brotes del liberalismo moderno. Y no es la única capa de suelo que debe preocuparnos, pues la gran cantidad de trabajo humano y animal necesario para mantener el Plantacioceno resultó ser finalmente también su perdición. Entonces, en las décadas previas a la Revolución Haitiana (1791-1804) (el Creeper que hizo estallar una gran parte del ensamblaje-Minecraft del Caribe), la imaginación política liberal se volvió bastante obsesionada con los autómatas y las máquinas.
(…) Nadie mejor que Marx para describir la manera en que el capitalismo industrial hizo la guerra para aniquilar el trabajo humano durante el siglo XIX; pero las raíces de esa batalla habían comenzado con las máquinas de vapor alimentadas con carbón décadas atrás, máquinas que crearon la posibilidad de un nuevo tipo de liberalismo basado en el carbón –yo lo llamo «carboliberalismo»−, un proyecto extractivista en sí, por supuesto, pero que cambió decisivamente a la mayoría de sus fuerzas productivas apartándolas del trabajo humano y animal y redirigiéndolas hacia la maquinaria alimentada con combustibles fósiles. (…)
Pero el liberalismo volvió a mutar una vez más, esta vez a lomos de la automovilidad con gasolina, abrazando el petróleo por su mayor densidad energética, su liquidez y su maleabilidad. Coaccionada por fuerzas geológicas desde abajo, la disponibilidad del petróleo no era tan dependiente del trabajo humano como lo había sido el carbón, era más liviano y podía evadir los cuellos de botella del raíl; pero lo mejor de todo es que el petróleo podía ser plástico, y sus productos petroquímicos crearon un sustrato material completamente nuevo para las mercancías básicas, lo que permitía hacerlas todavía más baratas, más obsolescentes, más personalizadas y listas para usar o comer. Donde sea que te encuentres leyendo esto, lo más probable es que la habitación esté llena de petróleo (los tejidos, los accesorios, la pintura, los enchufes) a un nivel que resulta difícil imaginar. El petroliberalismo no es solo una ideología, es todo un entorno sociomaterial. Nuestra ciudadanía es un negocio petrolero, y nuestra solidaridad política por defecto con el petróleo es profunda. Cada uno de nosotros a nuestra manera servimos a los intereses reproductivos del petroestado, y con ello me refiero no solo a los gobiernos que se lucran con las ventas de petróleo, sino a todo el complejo militar-industrial-extractivista-movilista-consumista que satura la modernidad global del Norte y sus víctimas.

El petroestado es el objetivo principal y urgente de la política de descomposición en nuestros días, lo que necesitamos combatir y desmantelar para obtener el derecho de llevar a juicio sus restos. Y, aunque podamos desearle lo mejor en su viaje evolutivo, el liberalismo no es un aliado confiable en la política de descomposición. El liberalismo se transforma constantemente como el compañero en la sombra del capitalismo que siempre ha sido. El petroliberalismo hará todo lo que esté en su mano para persistir, aunque esto sea añadir una pátina verde a su cara pública. Gran parte del ecoliberalismo es encubiertamente petroliberal por esta razón, especialmente cuando se pone a cifrar las esperanzas del mundo en formulaciones sin sentido como el «crecimiento verde». Aunque hay, sin duda, trayectorias políticas peores que el ecoliberalismo en la actualidad (el petrofascismo y el ecofascismo), no es menos cierto que necesitamos cultivar una praxis de descomposición que no se base en el progreso ecoliberal; necesitamos una política que esté firmemente comprometida con sacar al mundo de los fósiles del extractivismo liberal.
ii. INFRAESTRUCTURA REVOLUCIONARIA Y POLÍTICA DE DESCOMPOSICIÓN
Parte de la praxis para la emancipación del extractivismo liberal es la creación de una infraestructura revolucionaria. La infraestructura es como el sentido del pasado de Trouillot: no es una cosa o un lugar, sino una relación. La relación infraestructural es de habilitación [enablement]. Y la habilitación es eminentemente múltiple. El muelle de un puerto habilita a un ser humano para que camine sobre las aguas, pero también habilita a un percebe para que tenga su hogar. Cualquier infraestructura dada, por tanto, habilita múltiples relaciones y diversos futuros potenciales, incluso cuando puede inhabilitar otros. La infraestructura es, entonces, un modo muy útil con el cual practicar una política del futuro que busque desactivar los legados tóxicos. El método de las políticas de descomposición interroga el núcleo de lo que está habilitando la reproducción de nuestra trayectoria genocida y ecocida, trabajando hebra por hebra para desactivarlo. Ese «trabajo» también es un juego y requiere afecto, imaginación y compromiso, como el compromiso con la infraestructura del agua que Nikhil Anand llamó «ciudadanía hidráulica» en el contexto de su trabajo de campo en Bombay. Y también requiere solidaridad política con lo no humano a fin de cultivar espacios de refugio, o santuarios de lo diferente, si se prefiere así.
Un grupo heterogéneo de humanos compuesto por organizadores comunitarios y miembros de tres vecindarios al noroeste de la ciudad de Houston (zonas largamente azotadas por la política local de supremacismo blanco del carbón, el petróleo, los ferrocarriles y las carreteras), junto con un ingeniero civil, un arquitecto paisajista, un diseñador gráfico y un antropólogo, han estado colaborando para crear un millón de jardines de lluvia como alternativa a la infraestructura tecnopolítica convencional de aguas pluviales. ¿Un millón? Bueno, al menos un millón de jardines de lluvia para empezar. (…) En el noroeste de Houston, el plan es usar esa tierra para hacer huertos urbanos elevados que ayuden a combatir el apartheid alimentario que asola esa zona, y estos jardines de lluvia evitan que el agua se escurra reteniéndola hasta que puede absorberse en el suelo. Un visionario de la infraestructura verde llamado Art Storey calculó que si todos los edificios de Houston tuvieran al lado un jardín de lluvia de tamaño modesto, el aparato tecnopolítico del Control de Inundaciones del Condado de Harris tendría que echar la persiana.

(…) Los proyectos de infraestructuras revolucionarias, como los jardines de lluvia, constituyen experimentos para crear nuevas relaciones y habilitar trayectorias futuras como una alternativa a las políticas reproductivas del petrostatu quo extractivista. Sin embargo, debido a que es difícil hacer algo a partir de cero, la infraestructura revolucionaria a menudo captura y redistribuye los materiales y las energías dentro de las ecologías infraestructurales ya existentes. Okupamos la petrocultura y la deshabilitamos desde dentro. Por ejemplo, no es ningún secreto que la pala moderna coevolucionó con la economía extractiva de la minería; sin embargo, en un jardín de lluvia esas palas se mueven hacia un nuevo conjunto de relaciones ecológicas que Timothy Morton y yo hemos llamado «subscendencia». Si la trascendencia significa salirnos de las relaciones y perseguir esos puntos de Arquímedes desde los cuales gobernar y controlar el mundo de abajo, la subscendencia significa volver al suelo, volver a engranar las relaciones con el mundo, descomponer las infraestructuras ecocidas y genocidas y componer nuevas infraestructuras que habiliten el florecimiento mutuo. La subscendecia es una estrategia ética para fomentar la descomposición y la recomposición de una manera humilde y lúdica, para mantener a raya el pánico de la emergencia ecológica, para hacer vida de la muerte que nos rodea. De hecho, si lo que queremos es pensar la naturocultura en nuestros días, deberíamos estar pensando también en términos de vidamuerte (escrito todo junto).
El cáncer no sería un mal ejemplo. Las células se vuelven cancerosas cuando –tal vez como los colonos europeos− deciden seguir agresivamente su propia trayectoria reproductiva aislada y arquimediana, haciendo caso omiso de la salud del ecosistema que las trajo al mundo. La oleada cancerosa de la vida es una oleada de placer a corto plazo que condena a su huésped a largo plazo. Muerte y vida, íntimamente, absolutamente unidas. A nivel celular podemos ver una conexión entre el liberalismo y el fascismo. A mediados de 2022 conocí a un científico en Los Ángeles en cuyo laboratorio se había logrado curar el cáncer, o al menos la propiedad metastásica del cáncer. Nos mostró imágenes de cómo funcionan las células cancerosas y se parecían a esos monstruos de La guerra de los mundos, con piernas largas y delgadas que usan para arrastrarse por el organismo. Pero resulta que esas patas son en realidad fasces: haces de filamentos unidos por pequeñas bandas, algo así como los aros de metal que mantienen unidos los barriles. Y lo que ha hecho este científico brillante junto a su equipo es crear un fármaco que corta esas bandas. Una vez que se cortan las bandas, las piernas colapsan y las células cancerosas ya no pueden moverse, convirtiéndose en objetivos fáciles para la radioterapia. Al parecer este fármaco milagroso detiene la metástasis en aproximadamente el 90% de los cánceres (todavía se encuentra en sus primeras etapas de prueba, por lo que es probable que no hayas oído hablar de ello). El tema aquí no es solo que los viajes terra nullius del cáncer por todo el cuerpo dependen del fascismo, sino que el fascismo (y por extensión el liberalismo) es mucho menos de lo que pretende ser. Solo un pequeño corte en el lugar correcto puede marcar la diferencia, descomponiendo algo que hasta entonces parecía seguro de su poder y trayectoria. Esto es pura subscendencia en acción, desinflando actitudes trascendentes, comportamientos e instituciones infladas.
Vidamuerte podría ser el lema de la política descomposicional. El ciclo constante entre la vida y la muerte es una oscilación que incomoda a los campeones de la tradición del desierto monoteísta e ilustrada. A estos tipos no suele gustarles la parte del ciclo que tiene que ver con la muerte; la muerte es siempre un escenario muy malo, algo aterrador que debe ser temido visceralmente, y es por ello que los monoteísmos del desierto envían a sus muertos a un reino completamente diferente (principalmente para sufrir, y en muy raras ocasiones para experimentar la dicha). Como mínimo desde Durkheim ha sido obvio que las narrativas del desierto sobre la muerte son solo protocolos para el control social, una ética a punta de pistola: si no estás de acuerdo con la deidad y te niegas a asentir con la cabeza junto a los clérigos, entonces prepárate para que los demonios te atormenten por toda la eternidad. Al igual que el dogma religioso, la filosofía de la trascendencia (es decir, la filosofía convencional) es una gárgola a la que le gusta posarse sobre un mundo organizado por términos muy pulcros y compartimentados. Naturaleza por aquí, cultura por allá. La muerte por este lado, la vida por este otro. Líneas de diseño limpias, como una hermosa mesa expuesta en un estudio escandinavo. Sarah Ahmed señaló cómo los filósofos masculinos de cierta edad usan constantemente gráficos para poner sus ejemplos porque estos gráficos son lo único que conocen. Sus circunstancias personales (por ejemplo, las mujeres cuyos trabajos de cuidados los mantienen) les permiten sentarse tranquilamente delante de sus gráficos todo el tiempo, sin tener que cocinar por sí mismos y todavía menos lavar la ropa. Todo ese tiempo a su disposición les permite tener su pequeño mundo flotante y convertirse en los artesanos hechos a sí mismos de la mente. Pero sus uñas están limpias. Se trata de una emergencia ecológica, amigos; es hora de bajar al barro y ensuciarse.