POSTHUMANISMO ESPECULATIVO Y HORROR BIOMÓRFICO (PARTE 1)

POR DAVID john RODEN

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EL DILEMA POSTHUMANO

Las diversas formas de posthumanismo filosófico (especulativo, crítico, epistemológico, etc) comparten un rechazo por el antropocentrismo filosófico, es decir, por la idea de que la realidad debe entenderse desde una perspectiva centrada en el ser humano. Así pues, cabría preguntarse, ¿qué queda de la corporeidad y de la estética en el pensamiento postantropocéntrico? ¿Queda algún lugar para el cuerpo o para la estética como formas distintivas de acceder a la realidad? En este artículo me gustaría argumentar que los portales del posthumanismo especulativo se inclinan demasiado a abrazar nuestra experiencia vivida de los cuerpos. En lugar de un «posthumanismo vital», de cuerpos intensos y ética ecológica, mi objetivo es desarrollar un posthumanismo de abstracción biomórfica. El biomorfo podría ofrecer una solución perversa (si no la única) a las carencias filosóficas del posthumanismo.

 

Tomo prestada esta expresión de la novela experimental de J.G. Ballard, El museo de las atrocidades. La novela de Ballard era un diorama literario del paisaje mediático de mediados del siglo XX, en el que se daban cita imágenes de asesinatos, accidentes de coches, neurocirugía, experimentos psicosexuales imaginarios, informes de guerra de Vietnam y Japón, y carteles publicitarios espectrales de Elizabeth Taylor y Sigmund Freud colgando como constelaciones engañosas sobre las interzonas suburbanas. En la novela, todos estos elementos están siendo ensamblados por un ex psiquiatra en un intento por comprender los traumas del siglo XX. Sin embargo, como señala uno de sus colegas, la propia cura resulta ser también el veneno.

Fotograma de Videodrome, David Cronenberg, 1983

Como se dice en uno los subtítulos del capítulo «Por qué quiero follarme a Ronald Reagan», El museo de las atrocidades lleva a cabo una «ontología de la violencia» en la que un imaginario tecnológico hiperdesarrollado ha suplantado nuestros sentimientos corporales; una condición que, como veremos, aparece lúcidamente desarrollada en la otra gran novela experimental de Ballard en los años setenta, Crash. Esta preocupación por la agencia y los sentimientos equivale a lo que yo he llamado «el dilema posthumano»: una condición donde la vida ha quedado atrapada dentro de su envoltura técnica ramificada (Roden, 2014: 186). De aquí se podría deducir nuestro posible reemplazo por una clase de sucesor inhumano, lo que también constituye el esquema metafísico de mi posthumanismo especulativo. Sin embargo, si el futuro de la vida está fijado por procesos técnicos que actúan como contra-fines, entonces estamos experimentando la muerte trascendental antes de la extinción literal. Si el espacio de la historia está vacío, ¿cómo vamos a comprenderlo? ¿Qué significa participar en un futuro que ya no pertenece a nada?

LA AGENCIA POSTHUMANA

Para ver cómo responde el biomorfismo a esta situación, debemos examinar el posthumanismo especulativo con más detalle, dado que su desanudación de las restricciones trascendentales sobre la agencia implica la muerte trascendental. En mi libro Posthuman Life, propuse que una condición para el advenimiento de los posthumanos es que una entidad producida por los humanos adquiera independencia debido a una alteración tecnológica en sus facultades. Esta es la Tesis de la Desconexión (TD), la construcción teórica central de mi posthumanismo especulativo (Roden, 2014: 105-123; Roden: 2012).

 

La tesis de la desconexión explica la posthumanidad como tecnología salvaje.

Fotograma de Tetsuo: El hombre de hierro, Shinya Tsukamoto, 1989.

La tesis de la desconexión es algo intencionadamente vacío, susceptible de ser satisfacible por diversos agentes con capacidades y orígenes diferentes –por ejemplo inteligencias artificiales, trasplantes de memoria, cíborgs, formas de vida sintéticas, etc. Y así es como debe ser, porque no hay posthumanos y no es posible una verificación sustantiva de ellos en su ausencia. 


La tesis de la desconexión (o como mínimo esta versión de la misma) todavía requiere una revisión de la agencia; pero los conceptos de agencia pueden ser restrictivos o liberales. Un concepto de agencia estricto será «limitado», mientras que un concepto de agencia más liberal será «ilimitado».


La agencia limitada implica alguna clase de idea humanista de lo que es un agente (por ejemplo, un sujeto racional que sigue las normas sociales o que usa el lenguaje natural).[i] Podemos definir requisitos de agencia liberales o relativamente ilimitados, como por ejemplo el concepto de agencia ecológica que he planteado en Posthuman Life (Roden, 2014: 124-150). Un agente ecológico es un sistema autosustentante que se mantiene a sí mismo con la autonomía funcional necesaria para explotar su entorno y mantenerse en marcha. Sin embargo, la falta de límites conduce la teoría a una aporía, un callejón sin salida que ya no puede resolverse filosóficamente, al haber quedado privada de cualquier restricción sobre la agencia de la subjetividad.

 

La desanudación de las ataduras tiene fundamentos epistémicos, el primero de los cuales sería el principio de la fenomenología oscura. Los fenómenos oscuros son contenidos o estructuras de la experiencia que, aun teniéndolas, no nos confieren ninguna comprensión significativa de ellas (Roden: 2013; Roden, 2014: 76-104).[ii] Si estos fenómenos oscuros aparecen a la conciencia, entonces la fenomenología no puede decirnos qué es la conciencia o, todavía más importante, en qué podría llegar a convertirse. [iii]


La segunda posición dentro del argumento desatado apunta al consenso posthegeliano y ampliamente compartido de que la práctica social constituye una agencia. De este modo, los agentes posthumanos tendrían que ser sociales como nosotros (lo cual no resulta demasiado extraño).


Esta concepción práctica de la agencia requiere explicar cómo ciertos comportamientos verbales y no verbales llegan a ser evaluables como prácticas. En otro lugar he argumentado que la explicación más plausible, en este caso, es que un comportamiento es evaluable cuando un intérprete competente lo juzga como tal (Roden: 2017), pero, desgraciadamente, esto no hace sino duplicar la subjetividad para desatarla todavía más:


  • Tenemos un sujeto «de primer orden» explicado por su participación en la práctica social.
  • Tenemos un sujeto-intérprete «de segundo orden» presupuesto pero no explicado por el primero. («En principio, la interpretabilidad está mal definida a menos que tengamos alguna concepción clara de lo que está haciendo la interpretación» [Roden, 2014: 128]).

La desanudación deconstruye las restricciones humanistas sobre la subjetividad o la agencia, invocando principios «salvajes» o indómitos que no pueden reglamentarse ni controlarse (Roden: 2018). Y, como ha quedado dicho, la desanudación lleva al posthumanismo a un callejón sin salida. Incluso el mínimo concepto de agencia se desmorona. Después de todo, ¿qué significa mantenerse a uno mismo en el sentido más general? ¿Es una tendencia a preservar un límite orgánico o una temperatura central? Y ¿por qué suponer que los posthumanos deberían tener tales resiliencias fijas?[iv] 


La tesis de la desconexión en sí misma se desconecta de los medios basados en principios para identificar los eventos de desconexión, perdiendo todo contenido empírico. Pasamos así del posthumanismo especulativo inicial, aún informado por una mínima agencia, a un límite donde la desconexión se vuelve máximamente indeterminada.


Cierto grado de indeterminación ya era aplicable también a la formulación estándar del posthumanismo especulativo. El único medio por el que podíamos adquirir conocimiento empírico de los posthumanos era la ingeniería, no la filosofía: hacer posthumanos, devenir posthumanos. La desconexión ilimitada se convierte así en «una función diferencial sin base ontológica» (Derrida, 1984: 16). Y esta desconexión desontologizada se convierte en la expresión formal de la atrocidad biomórfica (el ser entregado a la contrafinalidad; el vacío abierto).   


No obstante, los cuerpos siguen siendo un medio ejemplar para entender el vacío posthumano. Los cuerpos son nuestra manera de explicar lo humano. Los cuerpos posthumanos son, en consecuencia, deformaciones de lo humano: bio-morfosis. Estos no son cuerpos de carne, ni una totalidad espiritual que sitúa el pensamiento en su mundo. El posthumanismo extremo no tiene pensamiento ni carne (Sachs, 2014: 9): es una matanza conceptual.

Fotograma de Under the skin, Jonathan Glazer, 2013.

En la segunda mitad de este artículo, vamos a examinar el trabajo de tres artistas, Hans Bellmer, J.G. Ballard y Gary J. Shipley, cuyas obras pueden ser leídas como exponentes de esta sustracción de la vida de los conceptos y la materia.

Notas

 

[I] Por ejemplo, en Posthuman Personhood Daryl Wennemann adopta una concepción racionalista kantiana de la agencia como personalidad: una persona significa que responde a las razones o se sitúa en el espacio de las razones, un sujeto reflexivo capaz de pertenecer a una comunidad moral, sujeto a normas de acción, etc. Según ha observado Quentin Meillassoux, una concepción vitalista de la agencia, en la que se enfatizan la afectividad y la intensidad de la vida, sería también un retroceso antropocéntrico.      

 

 

[II] Por ejemplo, parece que experimentamos el tiempo como un flujo abierto hacia el futuro. Muchos filósofos han argumentado que este flujo es una condición (técnicamente, una «condición transcendental») en nuestra manera de experimentar los objetos y el mundo. Fenomenólogos como Edmund Husserl y Maurice Merleau-Ponty opinaban que podemos captar esta estructura en la experiencia y, por lo tanto, comprender la estructura de la objetividad en cualquier mundo. Pero, si la temporalidad es oscura, experimentarla sería un hecho filosóficamente sobrevalorado. Por ejemplo, aunque este flujo nos parece continuo, no podemos saber que es continuo hasta analizarlo en segmentos cada vez más finos. Esto parece quedar más allá de nuestros poderes de atención y memoria, como al tratar de recordar los matices más sutiles del color. Entonces, si el tiempo vivido tiene las características que necesita para tener acceso a un mundo, su estructura debe eludirnos tanto como lo hace la fina estructura de la materia. Y si es así, ¿cómo podemos saber que nos da acceso a mundos? ¿Cómo podemos saber siquiera qué es un mundo?  

 

 

[III] Esto es plausible de forma natural desde el momento en que, como ha argumentado Scott Bakker, «nuestros cerebros están ciegos a su propia naturaleza», o que la conciencia es una caricatura biomórfica sin lugar alguno en lo real.

 

 

[IV] La ficción metafísica del «agente hiperplástico» sugiere más bien lo contrario. Los hiperplásticos serían completamente proteicos, sin ninguna invariable estructural aparte de la hiperplasticidad. No se podrían automantener en ningún sentido que se conecte con la biología que conocemos (Roden, 2014: 100-102; Roden: 2015; Roden: 2016; Roden: 2017). Por un lado, la hiperplasticidad es máxima agencia, el límite de la autonomía funcional. Sin embargo, también he argumentado que no se les puede atribuir intenciones, creencias o deseos. Serían más bien abominaciones ininterpretables fuera del espacio de las razones. La agencia extrema sería algo que no podríamos reconocer como un agente.    

 

«The Biomorphic Horror of Everyday Life» fue presentado el 16 de junio de 2018 en el encuentro Philosophy, Art and Society: Body as Medium, en el Watershead Media Center de Bristol, UK.