siempre hemos sido post-antropoceno
(parte 1)

POR claire colebrook

comparte en:

Jason DeCaires Taylor, "The Silent Evolution", 2011

La idea (casi consagrada) de la época del «Antropoceno» parece marcar un cambio tan importante en nuestra percepción de las especies como la que tuvo la teoría de Darwin en el siglo XIX. Si la noción del surgimiento de la especie humana en el tiempo requirió nuevas formas de articulación narrativa, imaginativa y ética (Beer: 2000), entonces el sentido cada vez más intenso del fin de la especie propone un reclamo similar para repensar «nuestros» procesos de autoconcepción y preservación. En lugar de la línea de tiempo darwiniana de la grandeur de la vida, con su proliferación de diferencia y complejidad (aleatoria pero fortuita), es posible que tengamos que afrontar un repentino evento de impacto geológico dentro de una línea de tiempo específicamente humana. A diferencia de otros eventos que ocurren en el tiempo, el Antropoceno no solo requiere (como lo hizo la evolución darwiniana) que sustituyamos nuestra escala narrativa sobre la historia y las generaciones humanas por el tiempo profundo y la emergencia de las especies, sino que también plantea el problema de escalas que se cruzan, combinando el tiempo humano de los períodos históricos (capitalismo tardío, industrialismo, energía nuclear, etc) con un tiempo geológico del planeta. Asimismo, esto reabre la cuestión clásicamente feminista de la escala de lo personal (Clark: 2012). Si, como dijo Kate Millett (1970), lo personal es lo político, entonces esto requiere que consideremos qué es lo que cuenta como político: ¿Mi sentido personal sobre el género es significativo solo en términos de la historia de la familia humana, o podríamos decir que lo personal es también geológico y que para comprender al sujeto sexuado necesito tener en cuenta el surgimiento de la especie humana, así como la dominación del planeta y de los otros seres humanos con ella?

 

 

Bruno Latour (2013) argumentó no hace mucho que la conciencia del Antropoceno cierra la concepción moderna del universo infinito, llevándonos de nuevo a una tierra parroquial, limitada y agotada. En lugar de un horizonte abierto de posibilidades, limitado solo por las leyes puras de la lógica o la razón universal, ahora estamos «atados a la tierra» [earthbound]. Latour desarrolla a partir del trabajo de Alexandre Koyré (1957), quien había definido el universo infinito moderno en contraste con el mundo cerrado (el mundo como una colección de seres, cada uno definido según un género creado, y cada uno dándole al todo una forma de ser específica e interconectada, como si fuera un gran organismo). El universo infinito permitiría pensar la materia subordinándola a las medidas formales de la física; y el sujeto moderno, a su vez, sería un ser puramente formal, racional y calculador. Contra esta abstracción moderna de un mundo de materia opuesto a un sujeto, Latour (2008) argumenta en favor de modos de existencia contemporáneos que se definen de manera muy específica por su relación con un mundo singular y vívido, en su capacidad para afectar y ser afectados por asuntos materiales. Así, el «universo» ya no es un horizonte de posibilidades infinitas en el que estamos moralmente obligados a actuar «como si» las leyes de la razón pudieran algún día producir una existencia completamente racional y libre de toda patología, como quería Kant (Kant: 2002). Para Latour, el comportamiento imparcial y objetivo de la ciencia moderna no nos puede ayudar a lidiar con lo que más importa en un mundo de cambio climático. Allí donde la razón fue una vez definida como una práctica de la lógica y la verdad, perfectamente separada de las cuestiones de la vida cotidiana, este mundo con el que ahora tratamos ya no puede considerarse como una materia abstracta, sino que obtiene su realidad por medio de lo que hacemos y cómo miramos. La noción del planeta tierra como limitado, como algo que es cualquier cosa menos infinito, parece haberse impuesto a pesar de nosotros. Nuestro potencial y lo que podemos hacer con nosotros mismos y con el planeta ya no están determinados por las leyes de la física formal o la lógica, sino por variables y volubilidades que no podemos dominar por completo. Como mostraron Naomi Oreskes y Eric Conway (2014), uno de los factores que han contribuido a la persistente falta de acción contra el cambio climático es la concepción de la ciencia como una actividad aislada que no está vinculada a sistemas de acción política y dinámicas sociales. Lo que se requiere, argumenta Latour, es un sentido de nosotros mismos como terrenales, no como observadores de la materia, sino orientados hacia asuntos materiales en los que nuestro propio ser depende de un mundo (un mundo específico, no un universo abierto).

 

 

Si esto es así, si tenemos que abandonar la idea de que no importa lo que pensemos del mundo porque este siempre podría ser de otra manera (en las infinitas posibilidades imaginadas por el progreso científico), entonces esto podría requerir que redefinamos nuestras nociones hipermodernas sobre un futuro posthumano, posfeminista y posracial (formas de rechazo basadas en la diferencia), y volver a definirlas como hipomodernas. No estamos ante una potencialidad o un devenir infinitos y abiertos; la noción moderna de auto-definición y de un mundo desprovisto de tipos y esencias está dando paso a diferencias y distinciones que se imponen a pesar nuestro; después de todo, mirando atrás y viendo en lo que nos hemos convertido, no podríamos seguir afirmando que nada nos impide convertirnos en lo que nosotros quisiéramos. Este cambio, que va desde la indiferencia de todas las cosas hasta su diferencia, se encuentra con especial intensidad en la teoría feminista. Argumentar que el sexo es un efecto del género (Butler: 1990; Gatens: 1991; De Lauretis: 1987), o que solo conocemos la vida como diferenciada tras la aparición de los modernos sistemas de comunicación, es equivalente a rechazar la obstinada resistencia de la materia (no tanto su vitalidad o su agencia, pero sí su tendencia a permanecer indiferente/indiferenciada). En este punto me gustaría contrastar dos sentidos sobre la indiferencia: el primero sería hipermoderno y (como el universo abierto de Koyré) estaría ejemplificado por una concepción de la materia como pura cantidad [quantity]: sin tendencias propias, subsumible y fácilmente dominable por concepciones abstractas o formales del ser. Es un poco lo que sostiene la concepción del ser como pura multiplicidad de Alain Badiou (2007): comoquiera que determinemos o cuantifiquemos el ser, este es pensable solamente como un vacío, como lo que existe después de la sustracción de todas las calificaciones.

 

 

La siguiente concepción de la indiferencia es hipomoderna: oponiéndose a la disyuntiva entre un mundo cerrado y totalmente diferenciado (cuyo sentido intrínseco, diferencia y vida debemos respetar) y un vacío que resulta diferenciado o calificado por la razón. Me gustaría proponer una indiferencia que termine con la diferencia pero no porque haya algo así como una materia pura e indiferenciada que requiere de estructuras de lenguaje para hacerla distinta. Como es sabido, ha habido un renacimiento de la materia sin vida e indiferenciada fruto de su rechazo generalizado: Jane Bennett (2010) insiste en la vitalidad propia y la diferencia de la materia, frente a la noción de un sustrato neutral o una restricción de la vida y la acción en los organismos; mientras que Badiou, por su parte, define al ser como un vacío más allá de todo predicamento (pero Badiou representa quizá el pasado en una línea de pensadores que pretenden pensar el ser como tal, y no la diferencia de los seres). La forma de indiferencia que estoy bosquejando aquí rechazaría ambas nociones: el mundo no se diferencia por el predicamento humano o las estructuras lingüísticas (como si se tratara de un espacio en blanco antes de toda forma), ni posee sus cualidades intrínsecas. La indiferencia sería más bien una forma en la que podemos pensar un tipo de concepción de la vida que es esencialmente «granuja» o «anárquica», que destruye los límites, las distinciones y las identificaciones. Vivir es tender hacia esta indiferencia, donde las tendencias y fuerzas resultan no tanto en tipos distintos sino en cuerpos incompletos, complicados entre sí, confusos y desordenados. Se podría pensar aquí en el cuerpo humano, cuyo vínculo vital con la tierra, el alimento, el sexo, el lenguaje, la tecnología y los otros seres humanos no solo difumina y dispersa el «yo» a través de una serie de conexiones, sino que también opera para disminuir o bien para intensificar la estabilidad. Cuanto más nos apegamos a la producción y el consumo de alimentos, más sufren el planeta y el cuerpo humano por el exceso y el agotamiento; cuanto más invertimos en deseo sexual, mercantil o político, más rígidas e inmanejables se vuelven las redes de placer; y cuanto más reflexionamos sobre nuestra huella en el planeta, más aparecemos como una especie contaminante y más nos dividimos por las causas y consecuencias de lo que se conoce como el Antropoceno. En resumen, cuanto más se insista en un «nosotros» unificado y diferenciado de las otras especies, y cuanto más seamos apelados por el reclamo «del» Antropoceno, más conscientes debemos ser de todas las fuerzas y tendencias que son demasiado pequeñas o marginales para aparecer como diferencias.

Jason DeCaires Taylor, "The Silent Evolution", 2011

(…) En cuanto a la cuestión de la escala, podríamos preguntarnos por qué se privilegia cierta estratificación geológica como confirmación definitiva del impacto y la diferencia humanos, y qué posible existencia humana podría haber impedido que se produjera. Si el Antropoceno es un juicio que nos constituye una vez más, como humanos, y como diferentes de otras especies en nuestro impacto, entonces necesitamos dilucidar en qué punto el impacto planetario se considera inscriptivo. Hay toda una serie de umbrales que van desde la agricultura sedentaria, la colonización, la máquina de vapor, la energía nuclear y el capitalismo. No solo podríamos preguntar dónde y en qué registro se inscriben las diferencias, sino que además podrían plantearse preguntas políticas sobre la convergencia de la diferencia. El tiempo de la política y el tiempo del planeta (antes considerados distintos) ahora chocan, pero no convergen.

(…) El Antropoceno emerge como una diferencia disonante; los humanos posdarwinianos han vivido con un sentido de la diferencia de escala entre el tiempo humano de las generaciones (política) y los tiempos eclipsados del cambio geológico. Y hablar de humanos como tales llegó a considerarse algo contrapolítico, en tanto la política había quedado marcada bajo el imperativo de Fredric Jameson (1981) que decía «siempre historizar», donde este «historizar» no se reducía a algo tan poco diferenciador como «la condición humana». En el Antropoceno estas dos líneas de tiempo, en su disonancia y diferencia, se solapan: el cambio geológico está ocurriendo dentro del tiempo humano y humanamente experimentado. La actividad humana (el impacto de una sola especie) ha alcanzado tal intensidad que genera una inscripción geológica; esta disonancia de la diferencia del Antropoceno se privilegia precisamente porque las escalas que antes se consideraban separadas ahora ya no lo están. Las especies y la geología ahora son coarticuladas; miramos la tierra (ahora) como si en nuestra futura ausencia fuéramos legibles como si hubiéramos sido. Hace tiempo que se reconocen otras formas de impacto humano (como la contaminación o la destrucción de los ecosistemas), pero con la reivindicación del Antropoceno se asume que una diferencia particular es drásticamente diferente. No solo hacemos que la tierra sea diferente, sino que la hacemos diferente en una escala diferente. Partiendo de una modernidad que había derrotado a la diferencia aparente (reconociendo solo la vida o la materia, pero sin una diferencia intrínseca), ahora las pretensiones posthumanistas de ser un aspecto más de una «vida» general han sido también vencidas. 

Jason DeCaires Taylor, "Inertia", 2011

(…) Fue precisamente en el momento en que los humanos comenzaron a considerar el mundo como un «en sí mismo» −pero que solo puede ser conocido como es para nosotros− cuando tomamos conciencia de que «nosotros» estábamos haciéndole un daño a la tierra. La modernidad comenzó a destruir el sustrato material de su existencia al mismo tiempo que negaba cada vez más cualquier realidad distinta a la conocida o constituida por el hombre. El concepto del Antropoceno parece llegar justo cuando toda una serie de nuevos materialismos, vitalismos, realismos y giros inhumanos «nos» exigen pensar en una existencia inequívoca y contundente que se da independientemente de nuestro sentido del mundo. La ambivalencia del Antropoceno no tiene que ver solamente con dos temporalidades (abriéndonos al impacto geológico al mismo tiempo que nos retrotrae a la agencia humana y la fuerza histórica humana), sino que también tira en direcciones opuestas con respecto a lo que podría pensarse como posthumanidad. Por un lado, ya no podemos permitirnos pensar en el mundo como definido únicamente a través del significado y la entrega. Como ha argumentado Quentin Meillassoux, las «afirmaciones ancestrales» sobre un tiempo del planeta más allá de los humanos nos obligan a pensar en una verdad más allá de nuestro propio sentido y existencia. En este sentido, el Realismo Especulativo podría verse como en sintonía con la conciencia de que los humanos no constituyen el mundo, y de que hay un ser más allá del significado y la agencia humanos. Por otro lado, el mismo Meillassoux también argumenta que ninguna ley natural (ya sea causal, física, lógica o mental) puede impedir el pensamiento de algo que (con toda posibilidad lógica) desafíe cualquier cosa que podamos concebir como necesaria. La influyente obra de Meillassoux, que en muchos sentidos inauguró toda una corriente de nuevos realismos, es ejemplar por su forma de combinar una humillación de lo humano (porque ya no se asume que el mundo sea reducible al mundo «para nosotros») con una elevación magistral del pensamiento: todo lo que se presenta como natural o necesario se da sin embargo contingentemente y siempre puede ser pensado de otra manera. Yo añadiría que en lugar de decir simplemente que la filosofía, la teología, la política y el sentido común siempre tienen tendencias opuestas (y aunque esto pueda ser cierto), las temporalidades divergentes y los humanismos/posthumanismos del Antropoceno plantean la cuestión de cómo podrían pensarse la «diferencia humana» y la «indiferencia».


Uno de los efectos del Antropoceno es también una forma de diferencia: ahora tiene sentido hablar de los humanos como tales, tanto por el daño que «nosotros» causamos como por la miopía que nos permitió pensar en el mundo como una «reserva permanente» de materia. Los humanos son ahora diferentes; y, cualesquiera que sean las injusticias y diferencias de la historia y la colonización, «nosotros» estamos ahora unidos por la amenaza de la no-existencia. Así pues, junto con el regreso de aquello que habíamos reprimido en el excepcionalismo humano y la aceptación de que, después de todo, ahora somos diferentes, es posible que también tengamos que enfrentarnos a una nueva forma de indiferencia; quizá debamos pensar más allá del territorio no negociable de la diferencia sexual y concebir una vida que emerge de relaciones, encuentros y choques entre tendencias. Una cosa parece segura: si no hubiera existido la diferencia sexual en su sentido más estricto (el de hombre y mujer) no podrían haber existido la familia nuclear, la división del trabajo y posteriormente el industrialismo. Y asimismo, si no hubiera habido industrialismo, al menos en nuestra historia mundial, las mujeres no habrían sido liberadas del trabajo doméstico y no habrían tenido acceso a los lujos provenientes de la explotación planetaria que han generado la personalidad de la mujer en su sentido liberal y occidental. La vida puede generar diferencia sexual a medida que la vida orgánica emerge, pero también hay un sentido más fuerte o más restrictivo de diferencia sexual de género (diferencia sexual familiar, personal, binaria) que se basa en los mismos procesos de «civilización» que generaron el Antropoceno. La división laboral, tanto familiar como de género, se vuelve crucial para las prácticas intensificadas del imperialismo, la militarización, la colonización, el trabajo forzoso, la esclavitud y la producción en masa. Entonces, podríamos preguntarnos en qué punto la diferencia vivida se volvió sexual, en qué punto los organismos dependieron de la diferencia sexual para la evolución continua de la vida, y en qué punto esa diferencia sexual dio lugar a la figura del «hombre» familiar, personal y productivo.


Para que surja algo como la diferencia sexual humana y orgánica, y toda la trayectoria del feminismo y la conciencia feminista, debe haber habido primero una duración más larga de la temporalidad geológica que permita a la humanidad su aprovechamiento de la energía del planeta, y luego (finalmente) la persona sexualmente diferenciada. De nuevo nos encontramos con el problema de una diferencia indiferenciada: algo así como el hombre como tal, lo humano como tal, emerge de una trayectoria tecnológica inscriptiva que sin embargo no incluye a todos los humanos, y ciertamente no a toda la vida. ¿Cómo se diferencia algo, y qué otras diferencias podrían haberse trazado de tal manera que «nosotros» no nos hubiéramos convertido en la especie capaz de marcar una diferencia geológica y destructiva? Si admitimos que la época del Antropoceno es un cambio de juego que nos obliga a repensar el «nosotros» que hay implícito en el impacto destructivo, entonces también nos vemos impelidos a preguntarnos sobre otro mundo posible, un mundo donde lo que se conoce como humano no hubiera generado tal rastro… 

Jason DeCaires Taylor, "Deregulated", 2017

BIBLIOGRAFÍA

 

Badiou, Alain (2007): Being and Event. Trans. Oliver Feltham. London: Continuum.

Beer, Gillian (2000): Darwin’s Plots: Evolutionary Narrative in Darwin, George Eliot, and Nineteenth-Century Fiction. Cambridge: Cambridge University Press.

Bennett, Jane (2010): Vibrant Matter: A Political Ecology of Things, Durham: Duke University Press.

Butler, Judith (1990): Gender Trouble: London: Routledge. 

Clark, Tim (2012): ‘Derangements of Scale,’ in Tom Cohen Telemorphosis: Theory in the Era of Climate Change, Volume 1. Tom Cohen ed. Ann Arbor: University of Michigan, 148-166.

Gatens, Moira (1991): ‘’A Critique of the Sex/Gender Distinction.’ A Reader in Feminist Knowledge. Ed. Sneja Gunew. London/New York: Routledge.

Jameson, Fredric (1981): The Political Unconscious: Narrative as a Socially Symbolic Act. Ithaca: Cornell University Press.

Kant, Immanuel (2002): Groundwork of the Metaphysics of Morals. Trans. and Ed. Allen Wood. New Haven: Yale University Press.

Koyré, Alexandre (1957): From the Closed World to the Infinite Universe. Baltimore, Johns Hopkins Press.

Latour, Bruno (2013): ‘Facing Gaia: Six Lectures on the Political Theology of Nature’ <http://www.bruno-latour.fr/sites/default/files/downloads/GIFFORD-SIX-LECTURES_1.pdf>

Latour, Bruno (2008): What Is the Style Of Matters of Concern? Amsterdam: Van Gorcum.

Lauretis, Teresa de (1987): Technologies of Gender: Essays on Theory, Film, and Fiction. Bloomington: Indiana University Press.

Millett, Kate (1970): Sexual Politics. New York: Doubleday.

Oreskes, Naomi y Conway, Erik M. (2014): The Collapse of Western Civilization: A View from the Future. New York: Columbia University Press.

XENOMÓRFICA MAGAZINE